En la colina de mi Almadraba,
descansaba mi linda casa.
Allí sorprendí mirar al cielo con
tan sólo cuatro años.
Aprendí a cuidar la bóveda del
manto de jazmín que mi sabio abuelo
con cierto amor cuidaba.
Aprendí a observar como llegaba la primavera
en las tiernas yemas de una vieja higuera.
En la colina de mi Almadraba,
veía tejer verdes redes de nailon
viejos veteranos de la mar con barba.
Los veía sentados cerca de los garitos
de la playa, en un viejo cubo de metal
al caer la tarde mientras mis amigos
del barrio se bañaban.
A temprana edad, me gustaba perderme y empaparme de la cultura marinera mientras otras veces me asomaba a ver desde mi ventana con vistas algo más que privilegiadas, a los jóvenes jornaleros que pasaban de paso aupando con grandes calzos de madera y robustas maromas, izar a pulso “la Atunara” como si fuera el arca de Noé.
Aquella perenne cuadrilla que contaba uno, dos y tres uniendo todas sus fuerzas todos aquellos años cuando se daba por finalizada la temporada, cazaban en alta mar entrada la mañana a los mastodónticos atunes rojos desde el mes de abril hasta bien entrado el mes de julio.
En la colina de mi Almadraba
a los pies de mi casa,
se levantaba un puente de piedra
que cruzaba desde Ceuta hasta Marruecos. Del vagon al suelo, saltaban algunos de sus pasajeros con el tren aún en marcha. Yo no pude verlo, pero siempre mi querido abuelo me lo contaba.
En la colina de mi Almadraba,
había un eucalipto desviado de la carretera. Alli mismo, se embarcó de pequeña un día de mucho viento mi inolvidable y traviesa cometa. Allí estuvo años atrapada entre sus tensibles cuerdas, viendo como pasaban las estaciones y la vida de las estrellas. Tambien vivía un viejo y grande búho que le gustaba ulular y ligar de noche con su misteriosa compañera.
En la colina de mi Almadraba,
pude ver infinidad de veces tumbada
sobre una colchoneta en el tejado de mi antigüa casa, un impoluto inmaculado firmamento en las noches de las lágrimas de San Lorenzo.
En la colina de mi Almadraba,
mucho antes de que aparecieran excavadoras amarillas para darles mordiscos al monte como dinosaurios mecanizados queriendo borrar nuestra historia, se veían crecer blancas margaritas, las rojas amapolas y unas flores amarillas diminutas redondeadas.
Cuánto me acuerdo de La Almadraba y de sus nobles gentes. De su barriada devota a la Virgen de las aguas, que oraba para que hiciera volver a los marineros que nunca regresaron y dejaron en la arena posada el ancla. De la piedra del toro y de las piedras pizarra, negras antracita y de base plana rallando la lisa superficie con las que jugaba.
Cuánto me acuerdo de La Almadraba
que me vió crecer desde la orilla camino hasta mi casa con los pies descalzos y con sandalias que me abrazaban tan sólo
un solo dedo.
A ti mi Almadraba, que vi cómo desaparecías antes de irme dejando al aire libre el cuerpo despellejado de tus barcazas como cuando yacen y varan las ballenas.
(Te dedico a tí estas nostálgicas palabras de cuanto sembraste en el Alma despierta de aquella niña algo ya curiosa que compartió contigo su pequeña Infancia)