Conocí a Andrés poco después de empezar la carrera de Filosofía. Todo esto era hace muchísimo tiempo, cuando éramos jóvenes y Andrés todavía no estaba tan grave por una enfermedad de la que no me molestaré en hablar. Andrés era el compañero perfecto para la vida universitaria. Un tipo inteligente, con sentido del humor, generoso, con el que se podía hablar de temas profundos sin caer en el patetismo. Recuerdo que un día me habló de la novela Las penas del joven Werther. Me contó que un año y medio antes de la publicación de la novela, un íntimo amigo de Goethe, Carl Wilhom Jerusalem, puso fin a su vida con un disparo en la cabeza, por el mismo motivo que Werther. También me contó que la novela de Goethe, como toda obra de culto, inspiró una moda popular. Los jóvenes recorrían las calles de la ciudad vestidos con chaqueta azul, chaleco amarillo y botas altas, la vestimenta de Werther, la misma, también, que la que llevaba Jerusalem el día que se suicidó. También la fascinación por la novela propició una ola de suicidios por amor. Miles de cuerpos sin vida fueron encontrados junto a la novela de Goethe por Europa. La juventud del momento, aburrida de la moral burguesa, veía en Werther una sensibilidad especial, su gesto, una liberación.
Las penas del joven Werther no solo es el despliegue de una habilidad narrativa, sino, ante todo, la radiografía exacta de una pulsión desmesurada a punto de explotar. Una pulsión que consiste en dejarse sorprender por lo inesperado, atreverse a sentir más allá de los límites sociales. Ese arrebato erótico que en Fedro Platón celebró como una locura divina que transforma los ojos y el corazón del amante. Una locura que viene de los dioses, “entusiasmo” decían los griegos, es decir, la posesión divina que hace a alguien perder la cordura para entrar en un estado de manía. “Si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio”, dijo el poeta mexicano Gilberto Owen, una frase que condensa muy bien el precepto existencial del romanticismo.
En la actualidad el término “romántico” tiene un matiz negativo e incluso peyorativo. No obstante, leyendo los poemas y biografías de algunos de los románticos más importantes, Rimbaud, Lord Byron, Percy Shelley, uno descubre que la esencia romántica va más allá de ser una persona sentimental, sino, más bien, se trata de una actitud desafiante ante la realidad, de romper con los hilos afectivos que impiden llegar a ser uno mismo.
Los románticos no contemplan las insondables definiciones metafísicas de la libertad, solo sienten el arrebato de soltar amarras sin más. Corren en alas del romance, de iniciar un viaje sin descanso, no porque sea necesario para la existencia, a fin de cuentas, ¿hay algo que lo sea en realidad?, sino por el deseo de romper con la realidad establecida. Símbolos de rebeldía, sus biografías están marcadas por el amor, el deseo de libertad, el humor, el arte, la melancolía y la muerte. Lord Byron, megalómano, cínico y melancólico, combate sus impulsos autodestructivos, la tentación de la pistola, con el viaje y la aventura; PattI Smith con su libro de poemas de Rimbaud viviendo como vagabunda en el Nueva York de los 70; Arturo Belano y Ulises Lima, en Los detectives salvajes, buscan sin descanso a la poeta mexicana Cesárea Tinajero, desaparecida y olvidada años atrás; el joven Kerouac recorriendo las carreteras de Estados Unidos para curar su misantropía. Pasión, ímpetu, disidencia, deseo constante de autoafirmación, el arte como redención y no querer recorrer la ruta establecida para el éxito social. Hay mucho de adolescente en el espíritu romántico, es cierto.
No obstante, a pesar de la insistencia apasionada, aterradora y arrogante, no hay límite más fuerte que la realidad. Al final el romántico, en lo mas hondo de su ser, sabe que su gesto es insignificante, un gesto de fingida afirmación en un universo indiferente. A medida que se acerca el final del agitado viaje sentimental, con los huesos rotos, sentimientos pisoteados, emociones mal manejadas y la sensación de destierro, solo queda la disyuntiva de quemarse o seguir, sin vuelta atrás. Es en este momento en el que aparece la figura del fracaso, del peregrino fantasmal, del outsider o exiliado. El fracaso de su ensoñación cristalizará en la creación de la figura del bohemio como máxima expresión del artista desarraigado y de su mundo, en la que se asume la incapacidad para adaptarse. Así, en el Romanticismo puede rastrearse el origen de la ecuación entre arte, fracaso y marginalidad, que tanta influencia ha ejercido en las posteriores manifestaciones culturales, como el rock and roll. La vinculación de la expresión artística con la voluntad de inadaptación, en la que la primera se convierte en un medio para ejercer la disidencia. De esta manera el Romanticismo convierte la marginación en un valor político, ético y, ante todo, estético, porque el marginal es una individualidad irreductible a las estructuras del poder social y, como tal, el símbolo del ser humano auténtico. No obstante, desde el principio hay una vocación de marginalidad, es decir, el romántico por capricho se instala en la indefinición ontológica, y desde esta posición elige los caminos que le permiten seguir siendo ambiguo.
De todas formas, a pesar de esta romantización de la figura del inadaptado, para algunos rechazable por tratarse solo de una postura excéntrica y provocadora mientras que para otros necesaria para respaldar sus transgresiones en una figura tutelar, es verdad también que en una sociedad en la que todo modo de sentir está administrado, en la que se ha erigido un universo afectivo impersonal, una experiencia igual para todos, donde se impone el “turismo” como modo de vida, ese tipo de vida adormecida que marcha por el mundo sin haber captado lo esencial, en la que todo se da como ya sentido, en fin, una sensología, por decirlo en palabras de Mario Perniola, resulta interesante, e incluso inspirador, la vida de esos rebeldes que se atrevieron a sentir más allá de los cauces establecidos. “Antes quemarse que desaparecer”, fueron las ultimas palabras de Kurt Cobain antes de pegarse un tiro por no querer transitar el carril marcado por la industria musical. Tal vez ese peregrinaje por los márgenes de la sociedad cabe interpretarlo como un intento de salir de los principios de un sistema sofocante, frívolo y laberíntico, por encontrar de nuevo la posibilidad de asombro, de vivir consciente y dejarse sorprender por lo inesperado en un mundo subordinado a dinámicas artificiales. A fin de cuentas, quizás sea la única manera de burlar la sensación de que todo ha muerto.
Manuel Santos Morales
Graduado en Filosofía por la Universidad de Salamanca. Profesor de Filosofía en Cantabria.