A raíz de los actos de protesta, y en algunos casos de sabotaje, protagonizado por ciudadanos residentes en Ibiza y Barcelona se ha suscitado un amplio debate político y social sobre la masificación turística en algunas localidades españolas. La mayor parte de la discusión se ha centrado en la dimensión económica de esta delicada cuestión. Nada de extrañar teniendo en cuenta el predominante pensamiento economicista y desarrollista que domina el mundo. Otras variables, como la ecológica o la social, han quedado, como siempre, relegadas a un segundo plano. El capitalismo tiene como premisa fundamental el crecimiento ilimitado. Mientras haya capacidad de aumentar la cuota de mercado e incrementar los beneficios no se lo piensa dos veces. Las consecuencias medioambientales y sociales de su modelo de negocio les importan un bledo. No parece que le sucede lo mismo a sus víctimas.
Los vecinos de Ibiza y de los barrios céntricos de Barcelona llevan muchos años protestando por la masiva ocupación de muchas viviendas alquiladas al margen de la ley por intermediación de plataformas online. Sus ocupantes ocasionales, en muchos casos, no respetan las mínimas normas cívicas. Por la mañana duermen la mona en la playa y por la noche de juerga ininterrumpida. Este tipo de comportamiento lo conocen de sobra quienes en alguna ocasión han pasado algunos días en las localidades turísticas de la Costa del Sol. Allí es fácil ver a los turistas extranjeros hacinados en apartamentos a pie de playa cargando con bolsas llenas de litronas de cerveza y licores.
Como comenta el experto en turismo internacional Ignacio Vasallo, en una reciente entrevista publicada en la revista “Hispania Nostra”, “en los destinos de sol y playa los problemas son distintos. Puede haber lucha por el espacio para colocar la toalla en la playa, escasez de agua potable en ciertos momentos del verano o dificultad para aparcar o circular en algunos destinos, pero son ciudades creadas para ese fin en las que la población local está encantada con el lleno de turistas y que, cuando termina la temporada, allí donde la hay, vuelve a sus casas…Los restaurantes, como los bares, hacen felices a los visitantes con cervezas a menos de dos euros. Un destino de la playa admite una cierta saturación sin que se destroce el tejido social, no así un destino de ciudad. Cuando los residentes se van ya no regresan”. Esto último no parece preocuparles demasiado a los más acérrimos defensores del neoliberalismo. Uno de sus adalides, el periodista Francisco Marhuenda, dijo el otro día en “La Sexta” que el centro de la ciudad de Barcelona, como sucede en Nueva York, debía estar ocupado por quienes tienen dinero para pagarlo y que el destino de los residentes tradicionales de los barrios barcelonés debía ser el extrarradio. La ciudad, para este ubicuo personaje y los suyos, es, simplemente, un espacio sujeto a las leyes del mercado y al servicio de la economía afluente. Para los neoliberales no existe el derecho de la ciudad, si no puedes pagarlo.
El destino de las ciudades parece ser convertirse en lo que Lawrance Osborne ha bautizado como “Cualquier parte” (Wherever). Los barrios tradicionales se vacían de sus habituales residentes y son derruidos u ocupados por agentes extraños al tejido urbano. Las tiendas de barrio y los puntos de encuentro sociales, como bares y restaurantes, son sustituidos por locutorios, cadenas de pizzería o hamburguesería y tiendas especializadas en venta de ingredientes para botellones. Estos procesos de gentrificación (expulsión de los residentes tradicionales), mercantilización y homogeneización de los centros históricos afectan, en mayor o menor medida, a todas las ciudades. La rápida expansión de los “Wherever” supone la transformación radical de los paisajes urbanos y la muerte de la identidad y el alma de las ciudades. Vaya uno donde vaya se encontrará con las mismas cadenas de comida basura, las mismas tiendas de ropa, el mismo mobiliario urbano y los mismos anuncios publicitarios. La implantación de estas marcas comerciales, lejos de inquietar a los ciudadanos, les causa regocijo ¡Por fin pueden comprarse el mismo traje que visten millones de personas en el mundo! ¡Ya podemos tomarnos un café carísimo en un vaso de plástico de poliestireno!
Ceuta, por suerte o por desgracia, dista mucho de ser una ciudad turística. Entre el precio del barco y los continuos problemas en la frontera del Tarajal aquí no viene nadie o casi nadie. Y no será por falta de méritos. Contamos con un clima extraordinario, unos paisajes impresionantes, un numeroso y diverso patrimonio natural y cultural, una rica y variada gastronomía, una adecuada oferta comercial y unos ciudadanos hospitalarios. Claro que esto también lo tienen muchas localidades al otro lado del Estrecho, con lo cual la motivación para venir a Ceuta no es demasiado alta. Carecemos de algo exclusivo y único que mueva a los potenciales turistas a invertir su tiempo y dinero para visitarnos.
Si les decimos la verdad poco nos importa a nosotros que vengan o no a visitarnos. Lo que realmente nos preocupa es que los propios ceutíes no conozcan ni valoren su propia tierra. La desconexión de los ceutíes con el lugar es bastante notoria. Pocas personas vemos disfrutando con todos sus sentidos de la belleza de Ceuta y acumulando experiencias significativas. No decimos que los ceutíes no amen a su tierra, pero, muchos nos tenemos, es una escasísima minoría la que logra mantener un vínculo emotivo y trascendente con el espíritu de este lugar sagrado y mágico. La ausencia de esta profunda relación con la naturaleza explica las conductas incívicas de algunos ciudadanos que dejan los montes, las playas y los acantilados llenos de basura. Los hay también que por su insaciable apetito de poder y dinero mueven los hilos para favorecer la destrucción del patrimonio arquitectónico y su sustitución por edificios de nueva planta.
Más que a visitantes foráneos a los que nos gustaría ver recorriendo las calles, los monumentos, los montes y el litoral de esta ciudad sería a los propios ceutíes. A pesar del reducido tamaño de nuestra ciudad aún queda pendiente la realización de una exploración de profundidad para escudriñar todos los recursos geológicos, climáticos, vegetativos, zoológicos, históricos, culturales, psicológicos y estéticos que pueden ponerse al servicio de un mejoramiento de nuestra propia condición humana y la continua renovación de la vida. Esta exploración no debe ser obra de especialistas. Debe entenderse como un poderoso instrumento de educación cívica y de elevación espiritual, intelectual y cultural.
Hay lugares que son visitados no tanto por la belleza de sus paisajes o la majestuosidad de sus monumentos, sino por las obras y acciones de los ciudadanos que la habitaron y la hicieron grande. Fuentevaqueros sería un pueblo más de Granada, si no llega a ser por García Lorca; Figueres, una localidad gerundense de apenas 40.000 habitantes, recibió el año pasado un millón trescientos mil visitantes para visitar el Museo Dalí. Sin irnos más lejos, el museo Picasso de Málaga recibió en el año 2016 más de medio millón de visitantes. En algunas ocasiones estos genios surgen en un lugar de manera fortuita, pero en la mayoría de las ocasiones son fruto de un ambiente propicio al desarrollo de la cultura y el arte. Este es el caso de la “edad de oro” de la república de Weimar, que fue posible gracias al mecenazgo del duque Carlos Augusto de Sajonia. Entre los beneficiarios de su política de apoyo a la creación intelectual y artística destacaron Goethe, Schiller, Wieland, Herder y el compositor Hummel. Podríamos poner muchos ejemplos de la influencia que puede tener un adecuado entorno ambiental, político, social y cultural en el surgimiento de figuras destacadas en el mundo de la creación científica, intelectual y artística. Se trata, en todo caso, de una obra colectiva que requiere la implicación del conjunto cívico y el impulso de las administraciones públicas.