¡Qué triste ironía es la del vivir!
Escribía Vicente Aleixandre que “La sangre vive cuando presa pugna por surtir. Pero si surte muere”. La vida solo cobra sentido en este zoo humano que a la vez que nos esclaviza, nos humaniza. Su ironía reside en la ilusión de libertad y en la negación de una verdad evidente: No, no somos libres.
Hoy la racionalidad lo invade todo, pero se trata de una racionalidad hija de nuestros tiempos, de una sociedad fuertemente normativizada y controlada bajo la premisa de la utilidad económica o la salud. El trabajo y su intencionalidad enfocada hacia el rédito, la prevención ante posibles infecciones víricas y el culto al cuerpo copan la totalidad de nuestro campo de experiencia y los comportamientos a los que no se les puede sacar un beneficio económico se debilitan o desaparecen. Las relaciones sociales se reducen a consumir o a impersonales foros en la red que, como la pertenencia a una asociación, solo busca satisfacer dicha necesidad humana sin el peligro de lo desconocido o lo insospechado. Y, ante la imposibilidad de huida, nos refugiamos esperando ansiosos el fin de semana para salir de copas y nos reímos a mandíbula batiente con ocurrencias graciosas, chistes o el último meme que nos pasan por WhatsApp. También descubrimos el placer de lo prohibido en relaciones incestuosas, fumando a escondidas o simplemente, como vimos durante la pandemia, saltándonos el confinamiento para seguir siendo humanos sintiéndonos, sin serlo, libres.
Sin embargo, en las fiestas, como en el juego y en el sexo, domina la exigencia del azar y de lo inopinado. En ella se unen lo individual y lo social alcanzando la plenitud que escapa al determinismo. Igual que en una novela, en un filme, en un videojuego, en un Tik Tok o en un hilo de Facebook o Twitter el “todo puede suceder” atrapa a las personas irremisiblemente a la espera de la sorpresa, de lo inesperado. Las rupturas en el comportamiento lógico, que obligan a la persona, como participante y espectador, a llenar con su subjetividad la brecha de esas irregularidades, la hacen partícipe de la acción y la arrancan de las fronteras sociales y jurídicas. Las fiestas son expresiones de todo lo irracional y transgresor del ser humano, puesto que muestran una faceta violenta y transgresora del orden presente. Aunque, personalmente creo que hace tiempo que dejaron de serlo debido a esa racionalidad económica y religiosa que imposibilita ese desligarse del “sí mismo” impuesto por nuestro lugar en un mundo determinado, y por ello la explosión que provocan se debilita y desvanece mediante la institución de una regulación y una periodificación, además de vinculándolas a alguna figura religiosa o cosmológica determinada.
En el cine, en la literatura y en los videojuegos podemos encontrar ese azar, esa ruptura con el orden lógico que nos atrapa. En las redes sociales con frecuencia lo inopinado, lo trasgresor. Pero solo en las fiestas podemos unir lo azaroso y transgresor con el fundamental aspecto social. Y ambos aspectos son esenciales.
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Distinguía Michael Foucault entre el Estado gestor (aquel que vela por bienestar general de sus súbditos) y el Estado pastor (aquel que vela por el comportamiento de cada una de las ovejas del rebaño). Sin embargo, creo, como Savater, que Foucault se equivocaba al suponer que eran dos tipos de estado diferentes. Lo común, desde el fin de los fascismos tradicionales, es un modelo mixto en el que el estado ha pretendido ser gestor y pastor a la vez. A este modelo mixto Savater lo ha llamado Estado clínico.
El problema aparece cuando el Estado falla en sus atribuciones, o bien por defecto o bien por exceso, y trata de equilibrar la balanza. Quiero decir que, cuando en su vertiente gestora el estado no consigue el bienestar que pretende para sus súbditos pretende suplir este hecho reforzando su vertiente pastora. Y así, no solo se nos obliga a llevar casco, cinturón de seguridad y se nos prohíbe consumir drogas, sino que además se criminaliza el consumo de tabaco en locales cerrados y el de alcohol en la vía pública; cuestión ésta que, con toda la explicación lógica que quieran darle, nos priva de uno de los mayores placeres (y más baratos): fumarse un cigarrillo mientras tomas un chato de vino o una cervecita en compañía de buenos amigos. Pero, cuando el fallo es estrepitoso debido a que la gestión ha sido calamitosa y, junto a la falta de trabajo y de ingresos, se aumentan los impuestos, además de que servicios básicos, otrora gratuitos, empiezan a ser de pago (o copago), el estado pastor empieza a criminalizar a sus ovejas para hacerse notar e impedir cualquier tipo de rebeldía, a la vez que aumentar sus ingresos de modo coercitivo mediante multas (por fumar, por beber, por escupir, por hablar muy alto, por andar a deshoras, por no llevar mascarilla, …) Y por si acaso queremos escapar y librarnos de nuestras “obligaciones” se prohíbe el suicidio, la eutanasia activa y pasiva y se invierte dinero en peinetas y planchas de metacrilato para los puentes no vaya a ser que alguno queramos tirar por la vía rápida.
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Decía Quevedo: “Pues amarga la verdad, quiero echarla de la boca” y aunque nos duela hemos de reconocer que, pese a creernos el ombligo del mundo, la realidad es que somos la especie peor adaptada al medio que existe. Los seres humanos carecemos de un ambiente específico de especie firmemente estructurado por la organización de nuestros propios instintos, que pueden calificarse de subdesarrollados en comparación con los de los demás mamíferos superiores. Esto produce una angustia inherente a la consciencia para cuya tranquilidad necesitamos la creación de un entramado, al que llamamos cultura: de artilugios tecnológicos, relaciones sociales, instituciones, etcétera, que aseguren nuestra supervivencia protegiéndonos del medio ambiente en el que nos desarrollamos. Cocinamos los alimentos, usamos ropa, zapatos y mascarillas, necesitamos medicamentos, sanidad y una institución educativa que nos iguales en destrezas y formas de pensar para poder colaborar entre nosotros.
No hay naturaleza humana en el sentido de un substrato establecido biológicamente que determine la variabilidad de las formaciones socioculturales, ni como proyecto de un dios creador anterior a la existencia del propio ser. Solo hay naturaleza humana en el sentido de ciertas constantes antropológicas que delimitan y permiten sus formaciones. La forma específica dentro de la cual se moldea la humanidad está determinada por las formaciones sociales, sin embargo el orden social no forma parte de la “naturaleza de las cosas” y no puede derivar de las “leyes de la naturaleza”, existe solamente como producto de la actividad humana y esta misma actividad puede transformarlo y lo hace continuamente. El ser humano construye su propia naturaleza y a la vez se construye a sí mismo.
Es imposible que el ser humano aislado se produzca a sí mismo, ni que produzca un ambiente humano. El ser humano solitario es ser a nivel animal. Tan pronto como se observan fenómenos específicamente humanos se entra en el dominio de lo social. La humanidad específica del hombre y su sociabilidad están entrelazadas íntimamente puesto que su organismo carece de los medios biológicos necesarios para proporcionar estabilidad a su comportamiento. La educación, como agente configurador de la dimensión psíquica del yo, es esencial puesto que se trata de una vinculación excéntrica, es decir que el ser humano se experimenta a sí mismo como identidad que no es idéntica a su cuerpo y ello provoca ciertas consecuencias particulares: su actividad no se reduce al comportamiento en el ambiente material, sino que es también externalización de significados subjetivos. Es necesaria, junto a la práctica amorosa y responsable de los progenitores, la educación como agente configurador de la dimensión psíquica del yo. Desde una propuesta educativa en la que prime la empatía, basada en el conocimiento de la diversidad de las consciencias y universos culturales como base de la relación entre los seres humanos es posible crear ese sentimiento de compañía que aminore la angustia inherente a la consciencia. Quizá ha llegado el momento de cambiar esa racionalidad económica que nos aprisiona y sustituirla por otro tipo de racionalidad, basada en el compartir, que nos permita ser más libres y humanos. Una racionalidad centrada en el arte como expresión genuinamente humana, en la ecología como medio de preservar un mundo que se agota y se defiende y, sobre todo, en el amor como fuerza que mueva al mundo en sustitución del dinero. Si algo bueno tienen las crisis es que al hacernos a todos insolventes también nos ha hecho más libres.
Paco Bonilla
Licenciado en filosofía por la Universitat de Valencia (1994) lleva dedicado a la docencia hace más de treinta años. Colaborador habitual en medios de prensa escrita es autor de varios libros, como La desacralización del cosmos. Posibilidad y función de las teorías cosmológicas, publicado por Esferas del Saber. Como novelista ha publicado recientemente El silencio de los pájaros y un libro de relatos: Durante la pandemia. Los escritos de Canfali.
Excelente artículo, da para reflexionar un buen rato. Creo que en España el estado gestor ha fracasado estrepitosamente, si es que alguna vez funcionó bien, y solo nos queda el estado pastor. O una mediocre mezcla de ambos.