Los viajes compartidos nunca dejan de sorprenderme. Alguien pone a su disposición un coche, una ruta, una hora de encuentro, un sitio para quedar en un lugar cercano rumbo a tu destino.
Coincidir parece un algoritmo imposible en el que se tienen que dar tantas causalidades mezcladas con todas las casualidades que uno se pueda imaginar.
Los chicos del instituto me preguntan si tengo coche y siempre le respondo lo mismo: unos 60. Mis amigos tienen coche, hay taxi por 4 euros, autobuses por 1,50, trenes y, ahora el Blabla car.
Llevo un diario de bitácora al estilo de los escritores peregrinos. Es bajar del coche y comprimo el tiempo compartido como si fuera una vida que se acaba.
Esta vez el conductor parecía muy serio pero agradable: inteligente, seguro y cauto con los silencios cuando yo, nada más entrar a las cuatro ruedas, suelo meter caña sobre lo que se me ocurre sin dejar tregua. Soy así. Me tranquiliza charlar para crear un ambiente agradable.
En la parte trasera una actriz y una profesora jubilada. Era bióloga. Con Magdalena, que así se llamaba, coincidimos en dos cosas: era profe de instituto y tenía su casa en Santa Pola, un pueblo cercano a Elche en el que había veraneando toda mi vida. También comprábamos en la misma tienda del barrio y cocíamos a Mari, la que regentaba el pequeño comercio.
Sobre Juan diré que me había atrapado su conciencia social: " comparto coche por respeto al medio ambiente y para ayudar a una economía muy mermada por las circunstancias".
Juan era de Torrevieja, estaba pensando en la jubilación; lo tenía claro y decidido. Habían comprado una tierras cercanas a la vega de Granada y tanto su mujer como él fueron cautivados por la naturaleza, el silencio, las estrellas nocturnas y la libertad. Era la tierra en mayúsculas, refugiarse de la civilización para respirar otros aires, para oír el viento y el crepitar de la lluvia en una pequeña construcción que habían aprovechado.
Juan contó que padecía de dolores de espalda y andaba de acá para ya intentando resolverlos y poder liberarse. Preparaba sus maletas poco llenas para su nuevo hogar, era una mera intuición.
Charlamos de política ecológica, del derroche, del planeta en la agonía.
Cuando dejaba de hablar tenía la impresión de que preparaba su respuesta.
Terminó el trayecto, nos despedimos con un hasta otra ( que siempre suena a un hasta nunca).
Nunca supe en qué trabajaba, no contó nada personal, cerró cualquier asunto que hablara de él.
Tal vez Juan son de esas personas que se retiran de una sociedad vacía, plagada de asfalto, tecnología y siempre con prisas por llegar a ninguna parte.