Mi compañera Pilar siempre me anima a hablar con valentía sobre la cantidad de realidades que están ahí y pasan desapercibidas porque nos acostumbramos a ellas.
Pilar es una profesora de matemáticas con muchas horas de vuelo y una observadora pertinaz que hace una crítica constructiva de mejoras posibles.
¿Por qué no hablas del ruido en el Centro? ¿Es posible luchar contra la contaminación acústica? Ahí va un cuento. Las ranas son muy buenas para hacernos pensar la fiosofía de las fábulas:
“Una rana saltó un día a una olla de agua hirviendo. Inmediatamente, saltó para salir y escapar de ella. Su instinto fue salvarse y no aguantó ni un segundo en la olla.
Otro día, esa misma olla estaba llena de agua fría. Una rana saltó dentro y nadó tranquila por el agua de la olla. Estaba feliz en esa 'piscina' improvisada.
Lo que la rana no sabía, es que el agua se iba calentando poco a poco. Así que al poco tiempo, el agua fría se transformó en agua templada. Pero la rana se fue acostumbrando, allí seguía, nadando plácidamente en ella.
Sin embargo, poco a poco, el agua subió de temperatura. Tanto, que llegó a estar tan caliente, que la rana murió de calor. Ella, sin embargo, no se había dado cuenta, ya que el calor aumentaba de forma gradual y se iba acostumbrando a él”.
Y así pasa con el ruido: gritos, voces, murmullos que simulan el vuelo de infinitas moscas, ecos retumbando en clases, pasillos y cualquier rincón en el que uno se quiera escapar porque le va a estallar la cabeza.
El silencio nos espanta, produce miedo, un terror que anuncia una tragedia. En las voces, los chillidos, las risas descontroladas y los golpes en mesas, sillas y paredes nos encontramos cómodos, cómo la rana que nada en agua templada.
Cuando los alumnos asisten a la biblioteca del Centro o demandan una clase para estudiar el examen los tímpanos comienzan a recibir ondas insoportables inaudibles para quienes los producen..
¡SILENCIO! ¡OS QUERÉIS CALLAR! Los profesores también utilizamos el ruido para luchar contra el ruido como una especie de boomerang que recorre el aire de punta a punta.
Suenan los timbres y los ríos de adolescentes inundan los pasillos sin orden ni concierto, como si el fin del mundo estuviera cerca y una riada humana buscara una escapatoria.
Más jaleo, los profesores de guardia son enmudecidos, parece que mueven sus labios intentando poner orden; pero entre el follón no es posible escucharlos. Más de uno hemos sido víctimas de un alud adolescente cuyas consecuencias ya se pueden ustedes imaginar: caídas, tropezones, empujones y zarandeos.
Recuerdo que en un instituto se instaló en sitios neurálgicos del Centro unos sonómetros, aparato electrónico capaz de medir el nivel de ruido y la presión sonora en un determinado ambiente. Los ruidos se miden en decibelios y estos sonómetros se encargan de detectar los niveles de sonido y permiten medir la contaminación acústica. El resultado fue espectacular: un ambiente con consecuencias preocupantes para mantener la atención, para desarrollar actividades intelectuales, conseguir concentración, para potenciar enfermedades cuyo origen está en ese “tambor” que se pone al lado de las orejas y no cesa.
Deberíamos tomarnos en serio este asunto. Estudiamos la contaninación del agua, del aire, de los alimentos. ¿Por qué no la producida por el ruído? ¿Por qué pasamos por alto esa higiene fundamental? ¿Somos como la rana en agua hirviendo?
Saldremos del trabajo sordos como tapias. Nos espera la calle. Corremos el peligro de ser atacados por una banda de decibelios a punta de pistola.
Se romperá la barrera del sonido y pensaremos que el CAÑONAZO del Hacho nos recuerda que es medio día.