Hoy, desde Colombia, recibí un Email de mi amigo Zacateca. Tomando un café en Monpost y siguiendo a mi escritor de cabecera Gabriel García Márquez, por arte de magia, apareció Zacateca. Al verme leyendo Ojos de perro azul un cuento de Gabo (así llamaban a Gabriel García Márquez) me pidió, con la amabilidad y el buen castellano que caracteriza a los países de habla hispana, si podía compartir conmigo un tintico.
Siéntese amigo y sin esperarlo, forjamos una amistad que duraría 30 años.
Le comenté que me había leído toda la obra del escritor de Cien Años de Soledad y que mi pasión por la literatura se la debía a él. Luego seguí sus pasos: El Coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Historia de un secuestro, etc.
El destino y la casualidad hizo que Zacateca fuera una eminencia en el Rea lismo Mágico y que incluso había hecho su tesis doctoral sobre ese tema.
Nos carteamos durante años compartiendo textos y apostillas del escritor.
Hoy, día de la Epifanía, recibí un email:
“Carlos, te mando un cuento inédito que no llegó a ver la luz de la publicación; tú serás la segunda persona en leerlo”.
Lo firmaba García Márquez y había sido encontrado en su casa familiar.
Hoy tengo el honor y la suerte de publicarlo en El Faro. Esta primicia será un homenaje para los lectores del rotativo.
Doña Servanda andaba por los 98 años. En su barrio había vivido toda la eternidad y era conocida por su bondad y buen hacer con los vecinos.
A la nonagenaria le pasó de todo mientras iba acumulando lustros a sus espaldas: se casó, cuidó de su anciano padre, tuvo cuatro hijos, se rompió la cadera tres veces, la atropelló un carro que manejaba en dirección equivocada y otras malas suertes de las que , al menos logró sobrevir con más heridas que un ecce homo.
La doña fue maestra de primaria y sus alumnos la querían más que a sus propias madres.
Cuando le pegó el viejazo los huesos no aguantaban su alma y caía constantemente a tierra. Jesucristo en su camino al calvario había sido superado en más de cuatrocientas veces las caídas de la buena mujer sin tener ningún cirineo que la levantara.
Era tan prudente que siempre se quejaba en solitario o cuando sus hijos venían a visitarla. Curioso y extraño resultaba que si algún vecino iba a verla mostrara una alegría inmensa aunque el dolor le iba destrozando el cuerpo.
Servanda Ramírez siempre tenía prisa para todo: se levantaba del catre antes del alba, limpiaba la casa durante cuatro horas y siempre veía suciedad por todas partes. Fregaba platos limpios, volvía a lavar ropa impecable, paseaba de aquí para allá agachada con una chepa descomunal. Como siempre se levantaba del batacazo rutinario que la conducía irremisiblemente al suelo y volvía al ritual cotidiano.
Aunque tenía los días enteros a su disposición siempre suspiraba un agobio por no llegar a tiempo a ninguna parte. Siempre se me hace tarde, decía; no tengo tiempo para nada, me cogerá el tren, seguro que no termino.
Prudencio Santisteban, su hijo mayor, se encargaba de su cuidado y, airado, siempre la amenazaba: si no paras yo no como. Era el único chantaje que le hacía sentarse en un trisillo que ella misma había estropeado de tanto pasarle el paño.
Una noche Servanda Ramírez perdió la cabeza y escoba en ristre, salió a la calle sin motivo ninguno, comenzó a fregar las aceras llenas de mugre, sembradas de esputos y mierdas de perros.
Tengo prisa, me darán las tantas y no terminaré, ya verás tú que se me hace tarde.
Las gentes del pueblo que la querían bien le propusieron a Servanda que cada vez que quisiera entrara a sus casas para dejar todo como un jaspe.
Y así fue como la pulcra apreciada hasta por el más pintado, ganara la felicidad plena.
Cuentan que a su muerte y estando inhumada más de cien años, la vieron limpiando la lápida con la prisa de volver al ataúd.