Este caleidoscopio trata del día a día en la enseñanza; habla de alumnos, profesores, leyes, dificultades para poner en marcha proyectos, ceguera de la administración por no bajar al ruedo de la realidad teorizando en el mejor de los mundos posibles lo que debe ser la educación.
Compartir el dolor puede salvarnos de la locura, de bajar al infierno y permanecer sin posibilidad de salida, de encontrar en los demás el abrazo que no termina, el no estar solo en la inmensidad de una tristeza sin tregua.
El niño Mohamed ha sido asesinado; marchó a jugar como todos los días. Como todos los días sabía que no debería tardar en llegar a casa, sabía que lo esperaban sus amigos del barrio, sabía que, como todos los días, no se alejaría de casa, sabía que compartiría aventuras cotidianas, charlas con los colegas, aventuras imaginarias e historias de infancia que amenaza con despedirse de la noche a la mañana.
El niño Mohamed tenía ocho años y, como todos los días llegaría de la escuela y, tal vez, comiéndose un bocata de urgencias, saldría a la calle y, como todos los días iría a un kiosco a por unas chucherías depositadas en una bolsa de plástico y las compartiría con los chicos con los que todos los días se veían las tardes después de la escuela.
El niño Mohamed cerró la puerta de su casa, salió con la confianza de sus padres de no sospechar ningún peligro, ninguna señal de alarma, ninguna preocupación que ponerse en el alma.
El niño Mohamed tardaba en volver, el tiempo del reloj indicaba que algo no cuadraba como todos los días. Como ningún día, los padres del niño Mohamed hablarían con los vecinos, con los otros padres, con todas las personas que se toparon.
El niño Mohamed no estaba, no había dejado huellas, pistas, sitios posibles en los que podría haberse despistado.
Se organizó espontáneamente un grupo en la barriada. Tal vez los amigos del niño Mohamed formaran parte de ese grupo. Era temprano para denunciar una desaparición que podría ser debida a cualquier motivo poco alarmante
El niño Mohamed fue encontrado sin vida, en un barranco, arrojado, ocultado para no despertar sospechas a las primeras de cambio.
Luego la ambulancia, la policía, el juez, algún testigo de alguien que se percató de una persona ajena al entorno.
El niño Mohamed fue asesinado; así dictaminó la autopsia.
El niño Mohamed no pudo gritar ayuda, no pudo correr, no pudo escaparse, no pudo, no pudo, no pudo de ninguna manera.
El niño Mohamed era un niño, un hijo, un alumno que habitaba en la edad de la inocencia.
Ceuta acompañó al niño Mohamed a la mezquita, al cementerio. En un silencio atronador y con lágrimas furtivas; el niño Mohamed marchó al consuelo de un paraíso, a los brazos abiertos de Dios. Así sería, pues de otra manera los padres habrían muerto con el niño Mohamed.
La enseñanza se paró en los colegios, en los institutos, en las instituciones de la ciudad. Los sesenta segundos, los sesenta, esos interminables sesenta segundos que no terminaban nunca pues el niño Mohamed aparecía en nuestros ojos cerrados.
Los monstruos nos visitan de cuando en cuando: no los vemos, aunque hablemos con ellos, tomemos un té con ellos. Son invisibles y pasan desapercibidos.
Nuestro pueblo, el cielo de Ceuta, la mujer dormida, el azul del Atlántico, el levante y el poniente, el Hacho, el Chorrillo, Calamocarro... Lloran al Niño Mohamed. Oímos en el crepitar de las olas al niño Mohamed que se va marchando, alejando con una voz ténue.
La perla del Mediterráneo ha dejado de billar.
Siempre habrá un niño Mohamed en cada uno de nosotros, y el niño Mohamed nos recordará que debemos proteger a todos los niños Mohamed que juegan con la alegría de saberse invulnerables.