Cuenta la leyenda que hace cientos de años hubo una ciudad extraordinaria. Estaba rodeada por mares infinitos cuyos colores eran dibujados por la tonalidad del cielo. Esta ciudad era muy pequeña pero su belleza era tal que muchas civilizaciones se afincaron en ella descubriendo todas las posibilidades que ofrecía: sus montes, su ubicación estratégica, la pesca, el uso de de la sal para prepararar los pescados y, sobre todo, las gentes que fueron poblándola dejando una amalgama de costumbres y tradiciones que abrían el abanico de la felicidad.
Cuentan que Ulises se refugió en el Hacho para no oír el canto de las sirenas. Siempre pensó que había llegado a Ítaca.
Se dice que existió una mujer que comenzó a escalar la ladera de una montaña y, al llegar a la cima y otear el horizonte estuvo muchas noches sin dormir, sin cerrar los ojos, sin comer; hipnotizada por un paisaje pincelado con las luces del arco iris. Resistió al viento, la lluvia, a un poniente que mesaba sus cabellos. La mujer se quedó dormida en una especie de sueño del que no despertaría jamás. Los arqueólogos se empeñaron en demostrar que esa ciudad había existido y que su realidad no pertenecía al mundo de los mitos. Estos investigadores descubrieron unos pergaminos en los que se relataba la siguiente historia.
Una tortuga y una liebre se citaron en una plaza, según rezaba el legajo encontrado era la Plaza de los Reyes. La tortuga, que era un animal longevo y con siglos a cuestas en su pesado caparazón, le advirtió a la liebre de los peligros que rodeaban al poblado.
La liebre, siempre ufana, alegre, desenfadada y veloz como la ventisca que soplaba en aquel clima, retó a la tortuga: “cualquier problema será resuelto con celeridad, estamos protegidos por los dioses y las parcas tienen miedo de convivir con nosotros”.
Los que tenían el gobierno de “la perla del Mediterráneo” confiaron en la liebre desoyendo a la tortuga. ¡Estamos capacitados para cualquier incidencia!
Ante esa seguridad, el pueblo fue poseído por el desenfreno del Dios Baco. El gentío bailó ante gigantes hogueras, contaminaron el mar, ensuciaron las calles, construyeron casas fuera de la planificación urbanística. Los bosques fueron abandonados a su suerte y se cubrieron de todo tipo de inmundicias. La liebre los había convencido: siempre estaremos a tiempo.
El fuego descontrolado por la pasividad de los lugareños entró en cólera y, airado por la dejadez y el desdén fue haciéndose fuerte ganando terreno y sitiando a la villa. Prometeo lloró por habér dado a los hombres el secreto ígneo.
La tortuga avisó a la liebre, pero ya era demasiado tarde. Todo ardía, el humo oscureció cada rincón, cada oquedad, cada refugio.
La mujer dormida murió de pena, el paraíso se convirtió en infierno y las cenizas enterraron cualquier atisbo de vida. Aquellos arqueólogos rescataron los restos de lo que hace muchos siglos fue la morada Hércules. Es por eso que muchas veces vemos quemarse a la tortuga mientras las lágrimas de aquella mujer resucita para luchar con las parcas esos restos acenizados se conocen con el nombre de Ceuta.
Dedicado a todas las personas que lucharon contra el fuego y, especialmente, a los que pensaron que los animales también tenían que ser rescatados.