La frontera del Tarajal se ha convertido en un infierno. Lo que allí sucede diariamente desborda todos los límites de permisividad tolerables en un estado democrático. La ciudadanía en general, embargada por un extraño sentimiento de perplejidad e indignación, se pregunta (sin que nadie responda) ¿cómo es posible que esto esté pasando). Pero quienes tienen el infortunio de ser víctimas directas de semejante esperpento, no sólo muestran su estupor, sino que se encuentran a un paso de enfermar.
Allí, en pleno corazón del infierno, hay un colegio de educación infantil y primaria. Es probable que esto no le importe a casi nadie. Desde luego a las autoridades incompetentes, ni lo más mínimo. En aquel edificio, todos los días, casi medio centenar de profesores y otros profesionales, se enfrentan al desafío de hacer que funcione “con normalidad” un centro docente que atiende a más de seiscientos alumnos y alumnas. Entre avalanchas, policías, atascos, carreras, tumultos, peleas y conflictos; los miembros del Colegio Príncipe Felipe se esfuerzan (a costa incluso de su propia salud mental) en crear un ambiente propicio para impartir docencia. Es una tarea de titanes. A veces frustrante. A veces desesperante. Resulta deprimente ver un “espacio docente” permanentemente asediado por una caótica conflictividad de proporciones colosales. Pero lo peor de todo es la sensación de soledad. Sentirse aislado, olvidado, invisible. Lo peor es comprobar cómo nadie se siente concernido por esta situación. ¿Por qué nadie hace nada?
Los padres y madres ya están hastiados. Acciones cotidianas, sencillas y alegres como llevar y recoger a sus hijos del colegio; en el Colegio Príncipe Felipe se han convertido en un auténtico sufrimiento, más parecido a una operación de rescate bélico que a un feliz reencuentro con sus hijos e hijas tras una jornada de trabajo. Ya han decidido marcharse de allí. Este año apenas se han cubierto menos de un tercio de las plazas vacantes. Un hecho que debería avergonzar a quienes tienen la responsabilidad de garantizar a todos los ciudadanos una educación pública en unas condiciones mínimas de calidad y dignidad.
Ayer, el Claustro del Príncipe Felipe, inasequible al desaliento, programó una actividad extraescolar para sus alumnos de cuarto (diez años) y sexto (doce años). A su regreso, quedaron atrapados, como era de esperar, en una cola. Sus padres y madres esperaban. Los trabajadores de comedor prolongaban su jornada para evitar que los niños quedaran sin comer. Los niños, atrapados, eran víctimas del calor, de la fatiga, del hambre. Los vecinos acercaban agua al autocar agua para evitar deshidrataciones. El profesorado, con paciencia y abnegación, se esforzaban para hacer la situación más llevadera… Así pasaron tres horas. Hasta que lograron llegar al colegio, Los profesores entraban en sus casas a las cuatro y media de la tarde. Mañana volverán a estar dispuestos, con la mejor de las sonrisas, para librar una nueva batalla. Solos e incomprendidos.
Desde la frialdad de los despachos nada de esto se ve. La conciencia ha sido sustituida por la soberbia. El sentido de la responsabilidad se ha evaporado. Parece que abandonar a su suerte un centro docente en mitad de un infierno forma parte del orden natural del modelo de Ciudad que nos imponen nuestros gobernantes.