Esta historia que voy a contaros comenzó hace 85 años en un pueblo del levante, Santa Pola. Allí, entre los tejedores de redes, pescadores, playas salvajes repletas de algas y el faro del puerto, nacieron cerca de una lonja en la que se subastaba el pescado a la media tarde, cuando los barcos regresaban de alta mar y la luz del cielo comenzaba a apagarse.
El padre de las hermanas se enamoró de la hija del farero venido de Cantabria; él era el encargado de poner en marcha el fanal luminoso que guiaba a los trabajadores del mar. Para ellas era un espectáculo visitar a su abuelo; el faro lo imaginaban como una columna infinita que tocaba las estrellas.
Sus padres vivieron un amor apasionado como el vivido por Florentino Ariza y Fermina Daza en el libro ‘El amor en los tiempos del cólera’.
A su madre la llamaban ‘Adela la del Faro’ aunque a ella apenas la recordaban pues Las Parcas se la llevaron cuando las hermanas disfrutaban de una infancia repleta de juegos y fantasías, persiguiendo olas y escuchando los misteriosos sonidos de las caracolas huecas.
Cuenta una de ellas que su difunta madre fue llevada en un carruaje de caballos. El padre se encerró en esa tristeza pegajosa que te persigue toda la vida.
La más pequeña me relató la cara pálida y fría de su madre; sus abuelos obligaron a despedirla con un beso. Siempre tuvo presente aquel día.
Las hermanas vivieron con sus abuelos pero estos decidieron volver a Cantabria cuando el padre de sus nietas decidió ir altar en segundas nupcias.
Siempre repaso la foto en la que hicieron la comunión en un luto riguroso.
Las hermanas firmaron un pacto: compartir el destino, unirse la una a la otra como una enredadera sujeta a lo que aconteciera.
Se casaron y sus matrimonios fueron los de aquella época en la que las mujeres eran mulas de carga, criadas, siervas; una esclavitud reconocida por la sociedad y bendecida por la iglesia.
Las dos tuvieron cuatro hijos, las dos cambiaron pañales y amamantaron indistintamente a cada uno de ellos.
Las dos estudiaron magisterio. La más mayor decidió renunciar a la vida laboral y la otra tuvo que ponerse a trabajar en la escuela; no había otra alternativa con la economía doméstica.
Las dos quedaron viudas, las dos apostaron por unir a sus familias aunque los avatares del destino no fueran propicios.
Las dos hermanas hablan a sus hijos del pasado con la nostalgia y melancolía que envuelven los relatos contados en la mesa camilla o en las noches de verano de su Santa Pola natal.
Fueron siempre distintas: una optimista y otra pesimista, una alegre y otra triste, una vitalista y la otra con el presentimiento de la derrota. Pero ahí estaban siempre: fuertes, incondicionales, sujetas como lapas en las rocas.
Las veo en su edad provecta cuando se abrazan, cuando se riñen, cuando se consuelan, cuando se animan, cuando se ayudan, cuando se cuidan, cuando se protegen.
Yo las he visto cincuenta y ocho años, yo he tenido dos madres y ocho hermanos, yo me he dormido en sus brazos, yo les he dibujado mis secretos, mis dudas, mis incertidumbres.
Ellas siempre me han esperado por más que la distancia tratara de borrar las huellas caminadas.
Ahora las siento con más fuerza, las abrazo, las escucho, las acaricio, las aprieto a mi cuerpo para retenerlas, para que no se marchen nunca.
Sé que partirán algún día en aquellas barcas de Santa Pola, pero estarán conmigo en la inmensidad del horizonte y las seguiré escuchando en aquellas caracolas con las que jugaban oyendo el mar.