Deseaba venir hasta el santuario del arroyo de San José para estar solo y poder escribir con tranquilidad. Ayer por la noche estuve con mis amigos Jotono, Nacho y Ángela contemplando la salida de la luna llena. Decían que vendría acompañada de un eclipse, pero, a decir verdad, ninguno de los cuatro apreciamos mucha diferencia. Fue una noche mágica que pude compartir con mis amigos Selenitas.
Entre una cosa y otra, anoche me acosté muy tarde, cerca de las dos de la madrugada. No obstante, tengo la mente sincronizada con el amanecer y a las 7:10 horas ya estaba despierto. Así que, sin pensarlo dos veces, me he vestido y me he venido hasta el arroyo de San José. Seguimos disfrutando de la luminosidad de los días de poniente, aunque esta mañana ha amanecido el cielo algo nublado. No se dan prisa las nubes en su camino dictado al capricho del viento.
Estas primeras luces de la mañana han alcanzado este valle sagrado para resaltar el verde de las hojas de los árboles y de las plantas. La oblicua trayectoria de los rayos solares atraviesa las hojas y las encienden como si fueran faroles verdes. La gama de tonalidades verdosas es enorme. Van desde el vivo verde de las enredaderas que cubren el cauce superior del arroyo, hasta el verde más oscuro y fuerte de las dentadas hojas de los alcornoques.
El zumbido de los abejorros y las abejas es constante. Uno de los abejorros se introduce hasta el fondo de la hoja de un acanto y pasa a mi lado sin inmutarse. Se ve que en estas primeras horas de la mañana el néctar de las plantas es más apetecible. Lo que tampoco para un momento es el melodioso canto de las aves. Una de las características más sobresalientes de este arroyo es el constante canto de los pájaros. Transmiten alegría y uno siente el agradecimiento que le dan a la vida y al espíritu del lugar. Me siento plenamente integrado en este sitio desempeñando el papel que me ha tocado de rapsoda de toda la belleza que me rodea.
Los vencejos vuelan en círculo alrededor de este santuario, mientras que una nueva abertura de las nubes permite que la luz regrese a este profundo valle.
Busco en este lugar la soledad para encontrarme conmigo mismo. La única voz que se escucha aquí es la mía, pero lo hago en silencio. Siento que esta voz callada la escuchan los árboles, las plantas y todas las aves que habitan este santuario. Es una conversación muy especial mantenida con el lenguaje secreto de los pájaros. Yo presto atención a la que me dice y lo traduzco en las palabras que quedan recogidas en esta libreta. Percibo que soy bien acogido en este lugar y me comentan que me sienta como en casa. En un instante, casi al unísono, me transmite este mismo mensaje y yo rompo mi silencio para decir un simple: “gracias”.
Una vez roto el hielo entre los habitantes del valle sagrado y yo comienza en serio la conversación. Empiezan a contarme la historia de este arroyo. Dicen que están acostumbrados a la presencia del ser humano desde hace muchos milenios. Al principio eran simples cazadores que con sus primitivas armas de piedra cazaban en este arroyo y en los bosques sobre el que discurren sus aguas. Recuerdan las veces en que descuartizaban las piezas junto al arroyo y bebían de su agua. Para ellos, este ritual de muerte no le era ajeno. Todo aquí muere y renace de manera constante. Nada es permanente en la naturaleza. Sentían que estos hombres expresaban agradecimiento y respeto por la vida sacrificada en su provecho. Los árboles sentían también gratitud por la recolección de sus bellotas, piñones y frutos. Daba sentido a su existencia que los seres humanos se alimentaran de sus frutos. Estos primeros humanos pasaban por aquí, pero sus huellas las borraba el viento y la lluvia.
Generación tras generación los árboles y plantas transmitían las leyendas sobre estos animales bípedos capaces de transformar las piedras en cuchillos, raspadores y puntas de lanzas y flechas. Sintieron que en el corazón de estos hombres y mujeres crecía un sentimiento de veneración por este lugar. Hombres y mujeres ataviados con túnicas y portando ídolos y ofrendas se adentraban en este arroyo hasta llegar al manantial. Aquí ofrecían sus presentes proclamando plegarias en fenicio, griego y latín dirigidas a la Gran Diosa que, según las épocas, llamaban Astarté, Isis, Venus, Diana o Cibeles. Ella encarnaba el espíritu del lugar.
En aquellos tiempos todo Ceuta era un santuario visitado por los navegantes que se atrevían a penetrar en el tenebroso mar que se abría más allá de las Columnas de Heracles. Tan sagrado era este sitio que los dioses no permitieron la ocupación permanente por los seres humanos hasta fechas avanzadas del imperio romano y tan solo en el espacio del istmo.
La sacralidad de este lugar atrajo a multitud de santos y sabios, como al-Khidr, el custodio de este valle y de la fuente situada en la desembocadura de este arroyo en el mar. Sus aguas se volvían vitalizadoras y purificadoras precisamente al atravesar este valle sagrado. Muchos vinieron a este sitio buscando la inmortalidad, pero solo al-Khidr lo consiguió. Fue el único que entendió que las únicas aguas capaces de otorgar la eterna juventud son las que brotan del templo interior una vez que la Sophia Aternae se aloja en su corazón. Por aquí camina al-Khidr verdeando este arroyo y apareciendo ante los elegidos. La Gran Diosa también la hace y esto explica que este lugar se haya convertido en un santuario de la Virgen del Rosario. Así han regresado las plegarias a esta fuente y a este arroyo que comenzaron en el inicio de los tiempos humanos.
La época que nos ha tocado vivir esta caracterizado por la desacralización de la naturaleza y de la propia vida. El ser humano ha dejado de alimentar su alma y, de esta forma, ha perdido la conexión con el Anima Mundi. La tierra ha enfermado y con ella los seres humanos. Hemos buscado la felicidad en lo profano, cuando la verdadera dicha solo es posible en la permanente aprehensión de lo sagrado, sublime y numinoso. Santuarios como en el que me encuentro desempeñan una importante función en la necesaria armonización del ser humano con la naturaleza y el cosmos, así como en la correcta alimentación y empapamiento del alma con el agua vital. El templo interior y exterior se funden en uno en este lugar. Los hombres y mujeres, ante estos lugares, sienten el irrefrenable deseo de convertirlos en un jardín, abriendo caminos, cultivando la tierra, construyendo escaleras que se alzan hacia el cielo e instalando cruces que apuntan al cielo, como los árboles que pueblan este valle. Los llenan de símbolos que nos son comunes y de imágenes de hombres y mujeres que han alcanzado la santidad y la sabiduría. Ambas virtudes no pueden separarse. Como escribió Ralph Waldo Emerson, la santidad y la sabiduría siempre van de la mano, como también lo hacen la bondad y el sentido de la belleza. John Ruskin también comentó que el amor a la naturaleza es un signo inequívoco de la pureza del corazón de un hombre o de una mujer.
Llevamos impreso en el corazón el sentido de la trascendencia. En algunos seres humanos la búsqueda de la bondad, la verdad y la belleza es un impulso tan o más fuerte que el comer cuando uno tiene hambre o el beber cuando uno tiene sed. De hecho, pienso que el beber y el comer son condiciones necesarias para mantener un cuerpo que aloja un alma con deseo de trascendencia.
Los rayos del sol, al elevarse, han encontrado un hueco entre las copas de los árboles y ahora ilumina y calienta la roca sobre la que me siento y sostiene una gran cruz de madera. Parece inevitable que los seres humanos nos sintamos atraídos por las alturas. Éstas nos permiten obtener una imagen completa y elevada de los paisajes y nos acercan al cielo donde el alma sabe que tiene su verdadera casa. La vida es efímera, pero gozosa si sabemos aprovecharla. Crece en mi la idea de que las experiencias significativas no se pierden al quedar grabadas en el alma. Escribimos con el propósito de que lo que atesoramos en nuestra alma no se pierda por el natural deterioro de la memoria. Es una manera también de fijarlas y así tener la oportunidad de recordar estas experiencias en los momentos de abatimiento y tristeza. Esta escritura sirve también para compartir nuestra experiencias, emociones y pensamientos con la esperanza de que pueden servirles a los demás y dejar un recuerdo permanente de nuestra existencia.
Leyendo a determinados escritores, como Emerson, Thoreau o Whitman, uno siente agradecimiento por habernos mostrado los beneficios de una vida digna y rica. Sus libros aportan esperanza, pues elevan las posibilidades del ser humano, muestran sus más altas capacidades y ofrecen los frutos más nutritivos y excelsos. Nos traen esperanza al mostrarnos la imagen de un ser humano capaz de vivir en armonía con la naturaleza y el cosmos.
Me llega en este momento un embriagador perfume que lo inunda todo. Inspiro con fuerza para llevar este aire perfumado hasta el último resquicio de mis pulmones. Siento este instante permanecerá imborrable en mi memoria. Debe ser que el calor del sol potencia la fragancia de las flores. Llevo más de dos horas sentado en el mismo lugar sin parar de escribir. Ahora llega mi amigo Pedro con su perro. Dejo la escritura.