Ya no es un secreto para nadie. Además de las francesas, muchas ciudadanas europeas –cada vez más, lamentablemente-, hiperfustigadas por la crisis y las medidas de austeridad, encuentran un falso cobijo en los gruesos discursos, en los argumentos basados en la fuerza bruta y en las soluciones demagógicas de las lobas que quieren alcanzar el poder disfrazándose, burdamente, con una transparente piel de cordero.
En muchos lugares (incluido el país de Jean Moulin y Louise Michel) los partidos fascistas ganan posiciones en una cuasi indiferencia general. El hecho de que las herederas ideológicas de Hitler supongan casi la mitad del electorado en numerosos países europeos debería ser serio motivo de preocupación, y sin embargo lejos de eso, se banaliza el hecho de que las lideresas de estas formaciones casi rocen las máximas responsabilidades de poder.
Cierto es que hasta ahora, cuando se ha llegado a un punto de inminente peligro de llegada al más alto nivel de poder de estas barras bravas de la política (por utilizar un término suave), siempre se ha logrado construir una barrera electoral para impedir que las enemigas de la Democracia se infiltren en los estamentos de la voluntad ciudadana.
Algunas se preguntarán si esta postura de barricada antifascista no es sino otra forma de autoritarismo a ultranza, puesto que es la voluntad popular es lo que las ha aupado hasta ese puesto. El problema reside en que, una vez instaladas en el Poder, las intolerantes no se rigen por las mismas reglas del juego que los demócratas sí acatan, transformando la vida política parlamentaria en dictadura pura y dura. De hecho, en Francia, Le Pen ya tiene previstos los mecanismos para hacerse un Parlamento a medida en caso de victoria mediante complicadas votaciones proporcionales más propias de una dictadura orgánica que de otra cosa.
Lo que a duras penas hoy aún se puede contrarrestar, mañana será un esfuerzo inútil si no se hace algo más que pedir el voto contra el fascismo. Dicho de otra forma: lo que en 2017 podría ser evitable en Francia, en 2022 será ya una realidad si no se reacciona. Está claro: Pedro vive y el lobo también.
Pero si todavía le quedan dudas de lo expuesto, vuelvo a reiterarle que los libros de Historia están ahí para evidenciar lo que aquí se expone.
El caso es que, de seguir así, la táctica de la barrera contra las que quieren imponernos su fuerza nueva también tiene los días contados.
Pero ¿por qué?
En primer lugar porque la sociedad, para avanzar, debe dejar de estar “en contra de” para pasar a estar “a favor de” y tener la capacidad de construir algo nuevo.
En segundo lugar, las políticas –no todas, insisto una y otra vez- deben despojarse de su actitud de eternas asalariadas de las urnas y dejar de ser las meras gerentes de las circunstancias existentes para transformarse, de una vez por todas, en las agentes del cambio que exigimos las ciudadanas.
No se trata de que quienes detentan la representación popular sean notarias de la actualidad ni de corroborar que todo va mal sin otra solución que apretar nuestros cinturones, sino que, por lo contario, deben arremangarse y atajar nuestras carencias para que todo vaya bien. Simple, elemental, evidente.
Para llevarlo a términos empresariales -algo que tanto suele gustarle a todas las actuales teóricas de la política- nosotras no necesitamos de alguien que venga a cerrar el candado de una fábrica que es rentable, sino a alguien que venga a abrir las puertas oponiéndose a quien tenga que oponerse. Y es que, por muy utópico que parezca, debemos recordarles que ellas están ahí porque las de aquí lo hemos querido, voto a voto, escuchando sus promesas y compromisos.
Debemos reclamar con contundencia a las electas, o a las que están en un puesto al servicio de la ciudadanía, que tienen la obligación de ser las agentes de ese cambio que, parafraseando a Gabriel Celaya, necesitamos como el aire que respiramos trece veces por minuto.
Ese cambio pasa por potenciar la Educación, la Sanidad, la participación de todas en la vida política, la resolución de los problemas, la abolición de la corrupción o la protección del medio ambiente, entre otras muchas cosas.
Todo lo contrario, queridas amigas, se llama “fascismo”.
Esto, evidentemente, no se consigue aupando a los tronos democráticos a las nuevas y viejas amantes del culto a la personalidad, ni permitiendo que quien roba siga impune, sea de donde sea. Por el contario, se logra poniendo en lugares de responsabilidad a las que se comprometan a cambiar la realidad existente. Fácil de entender.
No, no necesitamos ni queremos a esas mediocres gestoras que consideran que cualquier voz disidente es un obstáculo en sus míseras carreras políticas. Lo que queremos es decidir, ser escuchadas, que en las escuelas se enseñe a nuestras hijas a ser críticas y a razonar por sí solas y que, sobre todo se nos deje de tomar por lobotomizadas y que se nos cuente la verdad, toda la verdad y el por qué de esa verdad, claro está.
Como siempre, usted sabrá qué le conviene: pero una cosa está clara, o exigimos que quienes nos representan sean la auténtica voz de nuestra voluntad o dejaremos todo el espacio para que reinen las que quieren pensar y actuar por nosotras.
Si por un casual, y a pesar de todo, decide seguir poniendo en su papeleta el nombre de una gestora política, no venga llorando luego por la subida de la Marine Le Pen de turno. Entonces, las barreras ya no tendrán efecto y a usted, y a mí, nos arrastrarán los lodos de la intolerancia hacia los avernos de un no retorno repleto de campos de concentración.
Insisto, de usted depende…todavía.