Siempre habita un perro en mis diarios de resistencia. He ido anotando recuerdos para que el tiempo no me arrebatara la memoria y me encontrara de repente con la pátina del tiempo carcomiendo lo que vivimos. Como diría García Márquez: “Vivir para contarla”.
En esta época en la que ya ando navegando en el mar de las despedidas, decidí hace unos meses buscar a una compañera para poder soportar el desasosiego existencial que me persigue como una sombra alargada.
Mi perra Abby me encontró a mí y aprendo de ella a compartir un mundo desconocido que me va enseñando a través de gestos, mirada y comportamientos que voy interpretando.
Ella me pregunta cuestiones complicadas de responder desde la dialéctica que establecemos entre un perro y una persona.
No sé qué decirle cuando la dejo suelta en la playa o en la marina y los policías me amenazan con sancionarme. Abby no entiende por qué se le obliga cumplir una pandemia de seis meses, que podrían ser años, por un caso de rabia cuya consecuencia es la clausura del parque de perros. ¿Cómo explicarle los protocolos, las leyes municipales y prohibiciones que sufren?
¿De qué modo le justifico que debe caminar atada, que no puede pisar el césped, que sufre el riesgo de ser abandonada, maltratada, encerrada en la perrera o regalada cuando sus amos quieran desentenderse por la razones que fueran?
Abby no puede comprender por qué yo recojo sus excrementos cuando la calle está sembrada de otras cacas anónimas. Me observa con una mirada extraña cada vez que echo agua cuando ella es testigo de los orines humanos en callejones y rincones oscuros de la ciudad.
¿Cómo le hago entender a esta filósofa canina que muchos congéneres trabajan con la policía, con los bomberos, con los ciegos, con los cazadores, con los pastores, con niños autistas y la ley no les ampara?
¿Qué decirle si observa en cada paseo la basura esparcida: botellas, cristales, comida, colillas, enseres rotos al lado de los contenedores o escombros adornando el camino que recorre en sus paseos?
Y ella siempre con lo mismo. ¿Pero cuándo se abre el parque de perros? ¿y, si hay otro caso de rabia, qué hacemos? ¿Seis meses más?
Me salió preguntona.. Y va y me sugiere que le lea la legislación en la que los perros son miembros de la familia y adquieren derechos legítimos.
A ver cómo le justifico los carteles de “Perros no. No se permite la entrada de perros, los perros deberán ir con bozal o cualquiera de las mil limitaciones que deberán cumplir”.
Muchas noches nos reunimos clandestinamente con otros perros y otros amos en la explanada, los soltamos, charlamos sobre ellos y lo que nos aportan: fidelidad, amor, compañía. Allí , en ese lugar cercano al parque clausurado hemos hecho una peña de amigos mientras nuestras mascotas dibujan la inocencia de sentirse libres aunque sea por unos minutos.
Cerbe, Otto, Martín, Reina, Tor y otros tantos nos brindan la oportunidad de enseñarnos un escape a la tristeza de este planeta en la agonía.