Es éste un periodo confuso donde los niños de quince matan a toda su familia por seguir jugando a los videojuegos. También mueren niñas- asesinadas- entre ruinas apagadas de la Fortaleza de la Mota. Son esos jóvenes que nos quitan el sueño, que nos hacen trabajar a destajo como esclavos, solo por comprarles unas zapatillas nuevas.
Una riña por los estudios es lo que creen que inició la matanza del joven de quince años que vivía en una casa preciosa, con una familia estructurada y perfecta. Me dice un antiguo asistente social de la época en que las titulaciones no eran comparables a la experiencia, que la superficie no tiene nada que ver con las profundidades familiares, pero creo que aquí no hay mucho que rascar que no sea adolescencia.
Creen algunos que inauguran la paternidad, que esto es fácil. Nada de eso. La adolescencia es un infierno en la Tierra si se tuerce el pescante del bote salvavidas. Nunca doy consejos, salvo en rarísimas ocasiones. Nunca le digo a una madre novata que auspicia en sus pechos una cabecita pelona, lo que ocurrirá dentro de unos años. Porque la vida no es perfecta y algunas veces- excepcionalmente, es cierto-te encuentras discutiendo con un menor porque los estudios los lleva mal y es la única salida en su vida. Pero sepan que no solo no te da la razón, sino que encima te arrecia con disparos de escopeta. No es lo normal, cierto, pero sí que te chillen, que te desprecien o que tu hijo se vaya con la bebida- las drogas o los videojuegos- descarrilando hasta perder la esencia.
El caso de Khawla es aún más terrible en sí mismo por la muerte de la inocencia. Nada que ver con el de los quince años, salvo en que ambos estaban en la ESO que es muralla más alta que las de la Mota saeteada de sacrificios, decepciones y trifulcas. Ella ha muerto asesinada por un mayor de edad, desnuda y mirando a las ruinas que tanta sangre árabe derramaron en conflictos bélicos y ansias de poder. Su pobre madre- Hakima- no cesa en su llanto sin lágrimas, porque le han arrebatado todo por lo que luchaba, todo por lo que trabajaba esta víctima de violencia de género (en primera persona), que consiguió superar esa etapa para cuidar de su hija pequeña. No se sabe todavía por qué han matado a la niña, solo que el Tanatorio recibirá su cuerpo para hacerle una autopsia.
Al de los quince años le pasará como al de la Katana que volverá a la vida, a la ignorancia de muchos y al recuerdo de muy pocos, al cabo de algunos años de confinamiento regulados por la Ley del Menor. Le quedan etapas enteras de terapia, de hablar con psicólogos y educadores, de tirar su vida por la cuneta y amancillar su cuerpo a la realidad de que ha matado a toda su familia por un momento existencial en el que se le cruzaron los cables.
A su hermano de diez años, lo siento como a Khawla una víctima obligada por la intolerancia y la mala suerte. Ellos no tendrán la redención del tiempo, ni verán acabados sus estudios, ni la mirada de sus orgullosos padres cuando lo hagan. No tendrán pareja que guardar, ni hijos en quienes confiar cuando salgan a esa calle que es muerte y resolución de vidas. No temblará más Hakima cuando vea salir a su hija a ninguna parte, porque los adolescentes son callados y embusteros y beben y tienen relaciones sexuales de las que no sabemos nada. Creen hacerse mayores en el engaño y solo se hacen víctimas sentenciadas por la maldad ajena, por la indiferencia o el asesinato más impune.
Ha vuelto la Mota a ver muerte y se habrá saciado por décadas. Una niña no irá más a su Instituto, ni recorrerá las calles de su pueblo. Si lo hará el asesino de su familia, años después con la mirada perdida y el arrepentimiento documentado en unas páginas amarillas que un educador o un psicólogo firmará asegurando que ya está socializado y encorchetado para ser puesto de nuevo a vivir con todos nosotros. No le envidio su suerte, ni le condono su pena. Simplemente lloro porque una niña no volverá a calentar los brazos de su madre que languidecerá en la espera.