Ya se ha convertido en un segundo campamento, nacido en la falda del CETI. Decenas de subsaharianos de las más variadas nacionalidades han buscado su “paraíso” arropados en los árboles que conforman el monte del Jaral. Sobre el terreno han ido levantando sus cabañas, a base de plásticos y maderas, hasta alcanzar la media docena justo al lado del centro oficial que gestiona el Estado. Las demás se distribuyen por distintos puntos del monte, algo más alejadas de lo que llaman ‘la dulce prisión’. ¿Qué cuantos inmigrantes están habitando estas cabañas? Ni la Delegación, ni la Policía, ni tan siquiera los militares (a quienes los subsaharianos tienen pánico porque, dicen, les tiran las chabolas) lo saben. El hecho es que para los inmigrantes representa su válvula de escape. Allí se reúnen, allí preparan sus comidas, allí beben, allí fuman, juegan a las cartas y se entretienen. “En el CETI la comida que dan no es buena, aquí podemos beber, estar tranquilos”, confiesa Musa. Es una manera de romper el orden que se impone dentro del centro. Los inmigrantes que buscan burlar estos controles encuentran en las cabañas un respiro.
Colchones, cocinas improvisadas, ‘salones de estar’ en los que se juega a las cartas y varios sillones, sofás y sillas adornadas con alguna que otra sombrilla dan el toque de habitabilidad a los montes. Al lado mucha basura, demasiada: botellas, plásticos, cartones... los restos que rutinariamente salen de las viviendas y que en esta ocasión dan forma a un pequeño vertedero. Al lado hombres, mujeres, jóvenes, algunos más adultos charlan, discuten y hasta se reparten las tareas. Por supuesto la mujer es la única que está preparando la comida y limpiando el interior de las chozas. Los varones, a lo suyo. Y entre ellos distintas caras, diferentes rostros y expresiones: los hay que todavía esconden cierta inocencia en su mirada mientras que otros se han convertido en ‘catedráticos de latín’: gafas oscuras, gorros negros en su cabeza y mucho oro. Y que no falten los teléfonos móviles. Hasta tres, de los mejores modelos, sostiene uno de los subsaharianos que abandona una de las cabañas que bordea el Jaral.
Es la vida en su ‘paraíso’, la vida paralela al CETI que da forma a esas bolsas de inmigrantes que ni comen, ni participan de las actividades del centro. “Al CETI sí vamos a dormir, a ducharnos, pero el resto del tiempo lo pasamos aquí, comemos, hablamos, estamos tranquilos”, sentencia.
Los subsaharianos (algunos de ellos son viejos conocidos al haber sido fotografiados en las últimas balsas rescatadas por la Benemérita) aprovechan la visita de ‘El Faro’ para apelotonarse en torno a los periodistas y empezar a mostrar sus quejas. Ésas que ya conoce la Delegación del Gobierno, el Ministerio de Interior e incluso el Defensor del Pueblo. Se escucha la palabra mágica: “Llevamos mucho tiempo”. Y empiezan a llover las cifras: “Llevo más de un año y medio aquí”, espeta un inmigrante, biblia en mano, que dice estar en el monte “porque aquí puedo pensar, estoy tranquilo”. Otros reducen su estancia a meses y hay quien se lanza a elevar su permanencia en la ciudad a los más de dos años; todos tienen en común que quieren salir. Lo expresan con ansiedad marcada, quizá porque hubo quien les prometió que ocupando una balsa playera y dejándose rescatar por los hombres de verde iban a conseguir su libertad. Ven cómo pasan los días, los meses y para algunos los años y esa libertad no llega. “¿Quién nos puede ayudar?, ¿España, Europa, el mundo?, díme quién”, pregunta Musa. Él, como muchos otros compatriotas, asegura que volver a su país significaría la muerte. Allá nada tienen. Unos comentan que perdieron a sus padres, otros que no tienen hogar y los hay que aseguran que si regresan a su África les perseguirán.
Quieren respuestas y el sistema no les gusta. Forman esa otra mirada crítica en una inmigración que se mantiene con cierto control cosido entre alfileres. El CETI poco a poco va recuperando su normalidad gracias a que no se han producido más entradas de inmigrantes. Eso les hace tener cierta calma y aprovechar los ‘tiempos muertos’ para desmasificar el campamento y recuperar aquellos espacios comunes que se perdieron porque hubo que cambiarlos para convertirlos en nuevos dormitorios.
La tranquilidad, el orden, el control de los guardias de seguridad del CETI contrasta con lo que sucede a pocos metros, en donde reina un desorden buscado, una ausencia de directrices ansiada y una manera de vivir caracterizada por cierta peligrosidad.
¿Sabéis que ha habido incendios, que vivir así es peligroso? Los inmigrantes se miran, aseguran que no duermen allí, aunque lo cierto es que sí que pernoctan. Antes que ellos otros les han precedido y ha habido más de un herido por quemaduras que se producen tras accidentes. La propia dirección del CETI ha enviado escritos a la Comandancia General (ya que los montes son de su propiedad) y a la Delegación del Gobierno informando de la situación. Las quemas accidentales no son casos aleatorios, son varios los que han quedado registrados.
Los inmigrantes no parecen temer lo que ha sucedido y no sólo se lanzan a construir chabolas justo al lado del CETI. Las hay por más puntos del Jaral: en el camino que conduce a las instalaciones militares o cerca del Pantano, ocultas entre los montes. “Por aquí vienen los militares y nos las tiran”, indican los inmigrantes. Lo cierto es que en este caso la justicia está de lado de los okupas hasta el punto de que Defensa tendría que disponer de una orden judicial para poder derribar esas cabañas ya que a los sin papeles se les considera inquilinos de una choza considerada como peculiar vivienda. Aún así, aseguran, “vienen y las tiran”, aclaran.
En la construcción de las cabañas se ha llegado a utilizar hasta piezas de vehículos, y hay quienes buscan la forma de impermeabilizarlas usando plásticos y hasta las mantas de Cruz Roja que recibieron cuando entraron en las balsas playeras. Todo vale para este tipo de artesanales habitáculos.
Los inmigrantes piden lo que el resto de humanos: libertad. Lo que sucede es que en su caso las leyes le impiden coger el barco y llegar a la península gozando de una libre circulación. Schengen manda y los sin papeles se juntan compartiendo sus críticas, sus mensajes reivindicativos y reclamando salir de Ceuta. Su reacción contrasta con la que tienen los demás residentes del Jaral, a pesar de que todos persiguen igual meta.
El área de Extranjería de la Policía Nacional dice tener controlados estos asentamientos y asegura que sus ocupaciones varían. También sospechan de las prácticas que se pueden llevar a cabo en sus chabolas y saben cómo se distribuyen hombres y mujeres según nacionalidades.
Instituciones como la del Defensor del Pueblo han advertido en varias comunicaciones internas de que los inmigrantes no pueden pasar más de tres años en el CETI ya que, cumplido ese periodo, es perjudicial para ellos suponiendo un retroceso en todo lo que han avanzado. La dirección del campamento intenta cumplir esta máxima dentro de sus competencias y labores. Hoy por hoy ninguno de los acogidos supera la antigüedad de tres años, aún así los que menos tiempo llevan reclaman una pronta salida. ¿La solución? La tiene Madrid y su mensaje es claro: las entradas por las vías ilegales tienen como salida la repatriación.