La suela de los zapatos parece exhausta; en día y medio han recorrido Ceuta, desde una colina a otra, atravesando calles, descubriendo plazuelas, admirando iglesias: ahora toca la de Nuestra Señora de África. El sol incendia la tarde ceutí y los ojos de Waseen y de Melak se iluminan en azul al instante, no porque estén emocionados, que lo están, por la cercanía de la visita del Papa a Madrid sino porque acaban de descubrir, experimentar, disfrutar de esa sensación única y hasta ahora desconocida llamada libertad.
De cuando en cuando, algunos de los cerca de cien peregrinos oriundos, al igual que este matrimonio, de Oriente Medio, se les acercan, a un lado y a otro, con ganas de abrazarlos, presos de un estado de felicidad en perpetua ebullición.
Se trata de abrazar, lo que habitualmente no tienen, lo que la atroz rutina de la intolerancia les priva: “Mi esposa y yo, así como toda nuestra familia, somos originarios de Bagdad, la capital de Irak, de donde tuvimos que huir hacia Kurdistán por presiones religiosas, que, aunque no han desaparecido tampoco del todo en el nuevo lugar donde vivimos, sí se han visto reducido bastante”.
Es entonces cuando el hombre entona –la mujer asiente y le aprieta el brazo– un discurso solemne en el que recuerda cómo la mayoría musulmana –en Irak la población que profesa la doctrina cristiana es minoritaria y perseguida por radicales– amenazaba a su familia, la violentaba, la arrinconaba, la extorsionaba, le hacía la vida imposible. ¿La razón? –O más bien la sinrazón–: “Ser cristiano, creer en otro Dios”.
Tal vez por eso, cuando el matrimonio que componen Waseen y Melak observan “el dulce milagro de la pacífica, admirable y ejemplar convivencia entre muslmanes y cristianos en Ceuta” , les da más pena conocer las miserias de la intolerancia que acechan en su país, “incluso más férreas desde que Sadam cayó”.
No obstante, entre la población muslmana que habitaba en su ciudad natal, más concretamente en su barrio, también había personas, como nos cuentan, “valientes, en contra de todo tipo de radicalismos, musulmanes con el corazón muy grande”. El matrimonio se refiere a esas familias que, en pleno apogeo de las extorsiones que los islamistas radicales desataban en contra de sus familiares cristianos, “ofrecieron su propia casa como lugar de escondite, como morada en la que resguardarse hasta que los ataques se aliviaran”.
El matrimonio frena el discurso, como si en su mente, se volvieran a presentar los malos malos momentos; Waseen retoma la palabra y se pregunta: “¿Se da usted cuenta de lo que hicieron esos buenos musulmanes con estos buenos cristianos? La respuesta, la tiene él mismo: “Hicieron lo que muchos islamistas hubieran hecho pero que no pueden hacer porque están amenazados por un grupo de radicales”.
“Para éstos, para los islamistas radicales y, por supuesto, para el resto, le ofrezco mi perdón y mi amor, que es el perdón y el amor que concede Jescucristo”. Justo en este instante, los peregrinos, guiados por Juan de Mena, responsable de la diócesis catecumenal en Ceuta, se agrupan a las puertas de la iglesia. Acceden al interior del templo pero, de entre todos, se descuelga la figura del joven Sinan Palandar, natural de Enkabua, en la frontera iraquí con Kurdistán, que había estado atento a las reflexiones del matrimonio paisano: “Yo también ofrezco el perdón y el amor de Jesucristo a los que queman iglesias cristianas en mi país, donde por cierto se encuentra una de las primeras iglesias católicas construídas en el planeta, a los que golpean con piedras o palos de madera a esos peregrinos que son sorprendidos realizando un rezo”.
Nadie queda ahora rezagado en la puerta; todas las personas, incluidas una pareja alemana que paseaba por allí, están en el interior de la iglesia a la que han desembocado, guiadas por el rastro de notas musicales que revolotean por el aire. La magia existe; hay momentos en que la vida consigue fusionar el encanto irresistible en una existencia terrenal por la que sólo es posible caminar en plena levitación. Ocurre como, cuando ayer, cien voces sentidas, cien corazones, cien motivos, cien almas entonan el padrenuestro en arameo, “el idioma que hablaba Jesucristo”, se anticipa el seminarista israelita Matheus Brum Maciel, y el Salve Regina en árabe, acompañado de panderetas, violines, flautas y guitarra, confiando a la liturgia un aire celestial irresistiblemente conmovedor.
Lo fue también, emocionante, “el momento en el que un señor mayor se ha arrodillado en las Murallas Reales, en concreto en el paso por el Cristo del Baluarte, ha tomado la mano de un peregrino, se la besado y le ha deseado buena suerte a todos y cada uno de lo chicos”. Se difumina el polvo de los rezos en arameo y árabe y la musiquilla embriagadora, plegarias por un mundo en libertad y posible.