Esta semana nos dejó Almudena Grandes con una columna que olía a despedida: ‘Saltar una valla’ contaba su enfermedad y su compromiso con los lectores.
Fue la última vez que la pudimos leer y, también, pudimos recitar con su compañero de vida el poema ‘Aunque tú no lo sepas’, un escrito que derrama el amor escondido entre sábanas, versos, besos furtivos y lugares cotidianos de todos los días.
¿Cómo afrontamos la muerte?; ¿De qué manera aprender a vivir sin las personas que representan partes incondicionales de nuestra existencia?
¿Cómo vestir de luto el alma, soportar las noches insomnes, los amaneceres fríos sin esperanza?
Todos hemos pasado por esas despedidas que dejan vacíos y enmudecen los sentimientos.
Mi madre me contó que mi abuela falleció cuando ella era una niña. La recordaría para siempre en la imagen nebulosa de la infancia, en una imagen borrosa pero necesaria.
Yo me enfrenté a la muerte de una compañera incondicional, se despidió con la elegancia de las grandes personas, llenando de una inmensa paz a todos los que tuvimos la suerte de compartir el tiempo.... Esa era Paloma. Pienso en ella y oigo el susurro de su sonrisa comprometida.
Un compañero me habló sobre la muerte repentina del hijo de una amiga.
No sé qué decirle y de qué hablar, me decía.
Y es cierto, sobran las palabras para solidarizarse con el dolor.
El concepto de la pérdida de un hijo no es recogida ni en el Diccionario.
¿Qué hacer?
¿Cómo empezar el día cuando la nieve ha enterrado la esperanza?
¿Cómo seguir andando sin camino, sin meta, sin mapas, sin brújulas en un viaje hacia ninguna parte?
Apelamos al tiempo pero nos vamos marchitando en esa espera interminable de unas horas convertidas en siglos.
Todos tenemos que aprender a despedirnos aunque nunca estemos preparados.
Vivimos como si fuéramos eternos y esa eternidad es demasiado fugaz para retenerla.
Recorrer recuerdos, visitar lo que nos han dejado los que ya no están, paladear sus comidas, leer sus libros, hablar con ellos y decirles que notamos su presencias, que oímos sus pasos merodeando por el silencio ruidoso de la soledad.
Volver a ver sus películas, leerlos, volverlos a amar, volvernos a enamorar de ellos contando sus historias, reivindicando sus luchas, enarbolando las huellas que marcaron nuestras huellas.
“No perdono muerte enamorada”, decía Miguel Hernández.
“Polvo serán, mas polvo enamorado”, escribía Quevedo y Cernuda nos contó ‘Donde habite el olvido’.
No hay un final porque seguimos pensando en ellos, su trayecto es nuestro trayecto, como si fuera una carrera de postas.
Nos toca avanzar, dibujar sus rostros, abrazarlos, no dejarlos escapar porque están ahí, por todas partes.
Nos miran, nos hablan, nos animan, nos empujan a seguir para darles sentido a su existencia.
Aunque el dolor nos haya dejado sordos y ciegos, aunque no notemos sus sigilosas caricias, sus manos envueltas en nuestras manos, están, son, existen en una dimensión que va más allá de la muerte.
Siempre habrá una primavera, un almendro de nata, una música porque ‘aunque tú no lo sepas’ no podré olvidar todo el amor que compartimos.
Y seguiremos siendo lo que fuimos.