Como aún restaban tres meses para ingresar en el servicio militar, decidí correr una fructífera aventura en tierras del Reino Unido. Y es que el aprendizaje de la lengua inglesa era una de mis prioridades a la hora de conformar un buen currículo de periodista.
Decidí hacer el desplazamiento en autobús, pues ya se sabe que lo bonito de los viajes no es la llegada, sino el disfrute del trayecto. De otra forma me hubiese perdido la contemplación de los acantilados de Dover, al otro del Canal de la Mancha.
Ya en Londres, una ciudad acostumbrada a recibir viajeros, no tardé en dar con un cómodo hostal, y que por circunstancias estaba habitado por gentes de Australia.
Australia es hoy un próspero país, cuya innovación tecnológica en el sector de la minería le permite abastecer de materias primas a todo el sudeste asiático; pero en aquel entonces sufría una incómoda recesión, y no pocos australianos emigraban a la metrópoli para ganarse la vida.
En principio, no tenía la intención de trabajar durante mi estancia, ya que disponía de unos ahorros que parecían suficientes. Sin embargo, me ocurrió una oportunidad que no me dejaría indiferente.
Como mis compañeros de hostal me veían inactivo (echaba el día viendo la BBC, jugando al rugby en el Hyde Park, y achicando cervezas en la hora del pub) pues me propusieron ir a trabajar con ellos a un tajo que les salió en Manchester (consistía en montar unas carpas como las que ponemos aquí en la feria).
Qué curioso. Poco antes tuve que hacer un ejercicio, en la asignatura de Historia del Pensamiento Político, sobre la obra de Engels “La situación de la clase obrera en la Inglaterra del siglo XIX”. Manchester, que fue la cuna de la Revolución Industrial, y de la aparición de la clase obrera, también se convertía en el escenario de uno de mis primeros trabajos.
La verdad es que se puede observar como las piedras de los edificios del centro histórico de Manchester tienen todavía incrustados los hollines de su bulliciosa época industrial (cicatrices de su historia).
Afortunadamente, las infames condiciones de vida de aquellos proletarios, fue evolucionando hacia una incipiente clase media, en lo que sería el nacimiento del Estado de Bienestar.
Para dimensionar este hito, me gusta definir el Estado de Bienestar como nuestro vehículo existencial, ya que solo en un entorno de bienestar la condición humana puede conocer su esencia. De la misma manera que la ausencia de bienestar mancilla este potencial.
El caso es que aquel verano del 92 me sirvió para despertar a otras formas de entender la vida, y como no, para mejorar mi nivel con el idioma inglés.
Aprender idiomas es una de las experiencias más sublimes, y debiera ser motivo de victoria, nunca de dominación.