El viernes de esta semana se celebró en la Universidad de Granada la toma de posesión de un grupo de Profesores Titulares, en solemne acto ante la Rectora. Uno de los que lo hacían era yo mismo, pese a mis 64 años. Cierto es que muchos de los allí presentes nos habíamos acreditado hacía ya varios años, y habíamos sido nombrados administrativamente también bastante antes, tras la superación de los correspondientes concursos públicos. Pero, como explicó nuestra Rectora, la pandemia y otros problemas del día a día, no habían hecho posible este acto hasta ese día.
El acto se celebró en un entorno histórico especialmente emblemático, destinado a este tipo de eventos protocolarios. Se trataba del crucero del Hospital Real, que es la sede del rectorado de la Universidad de Granada. Como todos los actos de este tipo, la puesta en escena estuvo diseñada con todo lujo de detalles, ubicándose los que iban a ser nombrados en una sala, los familiares en otra y las autoridades académicas en el centro. Conforme íbamos siendo nombrados, nos acercábamos a una mesa en la que prometíamos o jurábamos, pasando posteriormente a la mesa de autoridades en la que se nos hacía entrega del documento acreditativo y una medalla de la Universidad.
Aunque no suelo darle mucha importancia a este tipo de actos, sin embargo, en esta ocasión, tenía un significado especial, pues representaba la culminación de mi vida profesional, que en su última parte de actividad había cambiado de orientación de forma radical, por decisión personal. Cierto es que en mi etapa como funcionario de la Administración Pública he pasado por muy diversos y variados empleos. Y que, finalmente, estaba situado en una muy buena posición en el escalafón. Sin embargo, también llevaba tiempo vinculado a la universidad a tiempo parcial. Esto había despertado en mí algo parecido a una tardía e irresistible vocación docente e investigadora, que en cuando surgió la más mínima oportunidad, la aproveché. Fue cuando cambié totalmente el escenario y me dediqué a tiempo completo a la Universidad, aunque no con todo el horizonte despejado. Mi incorporación tardía suponía que tenía que redoblar mis esfuerzos para intentar conseguir las oportunas acreditaciones y reconocimientos, al menos antes de mi jubilación. Este era el verdadero sentido de este acto. Por eso me he sentido especialmente reconfortado, pues, en definitiva ha sido el reconocimiento a un esfuerzo y el cumplimiento de un objetivo. Es lo que quería compartir con mis lectores.
Dicho lo anterior, creo que merece la pena detenerse en algunos de los mensajes que lanzó nuestra Rectora en su discurso de bienvenida a los nuevos Profesores Titulares. Lo primero que hizo fue un acto de reconocimiento de los casi 500 años de historia de nuestra vieja Universidad de Granada y a su excelente posición en cuanto a investigación y transferencia, a presencia internacional y multiculturalidad, y a su contribución al desarrollo económico de las ciudades en las que se ubica (Granada, Ceuta y Melilla). Y también un especial reconocimiento al esfuerzo realizado durante la pandemia por todo su personal, para acometer en un tiempo muy corto una transformación digital impensable años atrás.
A continuación nos habló de la importante misión que tiene la Universidad en la sociedad. Su inmensa labor investigadora no se puede quedar en sus aulas y laboratorios. Es necesario transferirla a la sociedad. Si no se hace, deja de tener sentido mucha de su actividad. También, nos recordó la especial responsabilidad que teníamos como docentes para intentar imbuir en los estudiantes el espíritu crítico, el colaborativo, el de libertad y tolerancia. Y, sobre todo, hacerlo desde la autonomía, la independencia y la libertad de cátedra, que son la base de toda la estructura universitaria.
Cierto es que, muchas veces, la labor docente se ve complicada por innumerables procesos burocráticos que hemos de atender. También, que los vicios adquiridos y la falta de recursos, a veces nos hace resistirnos a los cambios. Y que el sistema educativo y el de investigación están sometidos a una serie de presiones y condicionantes que impiden que los mismos avancen con la celeridad que se quisiera y hacia las metas deseadas.
Días atrás, un profesor de la Universidad Europea Miguel de Cervantes, de Valladolid, Miguel Ángel Quintana, publicaba un artículo titulado “Por qué me voy de la Universidad”. Explicaba, no sin cierta dosis de nostalgia, que dejaba la universidad porque el futuro de esta pertenecía a pedagogos y burócratas, y que como él no pertenecía a ninguno de estos clanes, pues se iba. Y antes de ello, Andreas Scheleicher, director del área educativa de la OCDE, en una entrevista en El País, nos decía que la educación en España preparaba a los alumnos para un mundo que ya no existe.
Sin embargo, sin dejar de dar la razón a algunas de las cosas que se dicen y a las opiniones de estos expertos, entiendo que la solución no es irse, sino todo lo contrario. Quedarse y procurar contribuir de la mejor forma posible a que las cosas cambien a mejor. Y también exigir los medios y la formación necesarias a las autoridades académicas, para que el profesorado se adapte a las nuevas exigencias de la enseñanza, a saber, “enseñando menos cosas, pero de forma más profunda”, como nos decía el creador del informe PISA, a la hora de valorar positivamente la reforma educativa emprendida por el gobierno de España.
Estas han sido y son las razones personales que me mueven a seguir en la Universidad.