He escrito numerosas páginas sobre la diplomacia secreta, sobre su teoría y práctica, en libros clásicos como “Diplomacia y relaciones internacionales” o en otros menos publicitados, tal que “Diplomacia secreta española”, acerca de esa institución fundamental y casi consustancial a la diplomacia que tanto fascinaba a Cambó, muerto a causa de una vacuna para la fiebre amarilla mal puesta, ahora que estamos en época de pandemia, uno de nuestros catalanes más cultos (“a principios de siglo (XX) a veces sólo nos encontrábamos en el museo del Prado el marqués de Comillas y yo” o cuya parte de su fastuosa colección de cuadros, motivó en sus avatares para su repatriación, que la misión del embajador político Aznar, abuelo del luego presidente español, fuera la más breve de las relaciones bilaterales con Argentina) en su particular vertiente veneciana: “siempre me ha admirado que el secreto de los embajadores venecianos, sus relazzioni, se mantuviera tras ser leído ante un senado de 300 miembros”. Ejemplar, ciertamente.
Hasta el XIX, que marca el fin de la diplomacia clásica, la diplomacia fue esencialmente secreta, pero con la irrupción del fenómeno trascendental de la opinión pública en el juego político, el concepto férreo de diplomacia secreta cuyos eximios practicantes fueron Metternich y Castlereagh comienza a debilitarse. Fueron los británicos, como en tantas otras cuestiones políticas, los precursores en elevar a dogma la public opinion, en la que se apoyaron para influir en las independencias de Iberoamérica y de Grecia, y Canning y luego Palmerston, darán alas definitivas a la expresión popular, en sus inicios limitada pero suficientemente versada y canalizada a través de la City, con los influyentes industriales, y de un Parlamento con relevante poder y resonancia.
Diferente sería la situación en España, en aquel país atrasado y colorista, descrito y criticado por una legión de extranjeros y extranjeras, a destacar el cupo de las vecinas galas, que cincelarían expresiones incorrectas y exageradas siguiendo el tenor que nos situaba casi como tierra de moros y que incluso cuando se describían aspectos favorables, resaltando el romanticismo de moda, comenzando por lord Byron, quizá el más citable, que tanto escribió sobre España, “donde todos son nobles menos la nobleza”, sus juicios seudopositivos quedaban sin embargo opacados ante la realidad de un pueblo, que no había conseguido ser nación hasta el aldabonazo de la invasión napoleónica, donde campaba la incapacidad crónica de moderados y progresistas, más el juego heterodoxo de los espadones, poniendo y quitando reyes y lo que (les) hiciera falta y marcando un muy peligroso y seguido precedente por estos pagos casi hasta antes de ayer. (Decíamos de lord Byron que acostumbro a citarle, pues para seguir la tradición, ahora que estamos hablando de la diplomacia secreta y de su principal representante lord Castlereagh, que escribió de su puno y letra, claro, el decisivo tratado de Chaumont contra Napoleón, mencionaremos, cierto que traído por los pelos, su conocido, muy baroniano, y elocuente aunque poco delicado dicho sobre la tumba de Castleragh, que en verdad murió con escasa popularidad: “Stop, traveller and piss”)
La opinión pública hispánica de la época, amén de menor, semi irrelevante en política, posiblemente pudiera caracterizarse como inmadura, derrotista y conformista, por lo que pronto sería fácil presa de la tergiversación que la mediatizaba en los regímenes autocráticos, la propaganda, traduciéndose en que la historia diplomática española contemporánea haya sido rica en diplomacia secreta porque durante las cuatro décadas de franquismo los asuntos exteriores figurarán entre los que comprensiblemente se hurtaron al conocimiento popular, a la masa ignara, dado el cariz que de manera invariable tomaban para la Dictadura obligada a jugar siempre, aquí sin el cautelar casi, a la defensiva. No así desde la Restauración, cuando amén de que los secretos oficiales fueron escasos (cuenta Cavo Sotelo en “Memoria viva de la Transición” y me contó también a mí al hablarme de la operación secreta por la que con cien millones de pesetas de los fondos reservados repartidos entre algunos cabecillas africanos, ante la ofensiva de Cubillo desde Argel pro independencia de Canarias, se consiguió que la OUA reconociese la especificidad española del archipiélago, al que siempre digo “cuidemos las Canarias y los canarios los primeros”, que cuando asumió la presidencia en 1981, preguntó a su antecesor cuáles eran los secretos de estado y el dimisionario Suárez, mi paisano abulense, se limitó a entregarle unas cuartillas sacadas de la caja fuerte: eran muy pocos los secretos, al menos los escritos) la práctica diplomática correcta a través del control parlamentario, redujo drásticamente las libertades de nuestros negociadores.
Hasta que se apruebe una nueva ley de secretos oficiales, actualmente en avanzada tramitación, terminando así con otra de nuestras singularidades negativas, ésta desde 1968, se acostumbra a acudir a fuentes extranjeras que en el caso de Gibraltar están básica y lógicamente en la Official Secrets Act. Pues bien, como escribo en “Contenciosos y diferendos de la diplomacia española”, me cito para que el desubicado de turno no me tome por ningún newcomer, y prescindiendo de alguna que otra situación más o menos opinable sobre el animus británico respecto de un eventual cambio de posición sobre el Peñón, como la que se produjo en 1940, que se ve después, realmente sólo en dos ocasiones el Reino Unido se ha mostrado dispuesto a mover ficha sobre Gibraltar y de hecho, en ambas, a cederlo o al menos marcadamente proclive a hacerlo, claro que con condiciones calificables en el eufemismo de cortesía como inaceptables. En efecto, en el plan de 1973, el arriendo sería por un milenio, 999 años, y en el del 2002, todavía peor para España ya que tendría que aceptar la cosoberanía pero renunciando a cualquier reclamación de futuro sobre la soberanía. Seguimos fundamentalmente a nuestro amigo el periodista argentino Andrés Oppenheimer, que fue pionero en publicitar los archivos ingleses tras su desclasificación.
En 1973, dos años antes de la muerte de Franco, existió un plan del gobierno tory aunque no pasó de proyecto nunca exteriorizado al caer poco después el gabinete sin haber tomado ninguna decisión. Edward Heath y su secretario del Foreign Office, sir Alec Douglas Home, convencidos de que la Unión Europea terminaría por absorber el problema, “en diez años la CEE se transformaría en una unidad política y de defensa y cuando eso ocurra Gibraltar no será ni británico ni espanol sino europeo, por lo que se aplicaría un plan similar a Hong Kong, terminando con un volcán extinguido y habitado por gente arrogante y poco realista”. El plan fue tan secreto que cuando llegó Fraga como embajador a Londres, a pesar de su patente dedicación, al parecer no percibió gran cosa. El secretismo del gabinete llegó al extremo de que el embajador en Madrid sir John Russell, paladín significado de la idea de devolución, a quien conocí, era descendiente del filósofo Bertrand Russell, como a Manuel Fraga, se permitió de buena fe recomendar a nuestro embajador un plan a seguir, distinto del de su predecesor Piniés “que había reproducido en Londres su trabajo en Naciones Unidas”, cuando el entorno de Heath tenía más que ultimada su política. Y así, nuestro trabajador quizá aquí más que avisado representante, como cuenta él mismo en su “Memoria breve de una vida pública”, tomaba nota agradecida de lo que le sugería, se insiste, su bien intencionado y gran defensor de las tesis hispánicas, colega.
En el 2002, tras un lustro con el proceso negociador paralizado, sorprendentemente no sólo se desbloquea sino que se relanza en términos superlativos, dada la cansina o mejor nula marcha de las negociaciones, Aznar/Piqué y Blair/Straw comunican su acuerdo para impulsar la casi olvidada, del 84, Declaración de Bruselas, en la que se convenía tratar las cuestiones de soberanía al tiempo de promover la cooperación. “Así, en abril, nos dimos la mano, no creyendo del todo que nos habíamos puesto de acuerdo por primera vez en 300 años, evoca Peter Hain, ministro para Europa, en su “Outside in”, añadiendo que “es ridículo que en los tiempos actuales tuviéramos una colonia en una punta de España a casi 3000 kms”. Tony Blair y su ministro de Exteriores Jack Straw eran decididos partidarios del acuerdo para profundizar la relación estratégica con España, alineada asimismo en la Alianza Atlántica con Estados Unidos y en Europa, a fin de contar con el apoyo de Madrid para enfrentarse a Francia y Alemania en la negociaciones de la UE. Por otra parte a Londres le preocupaban algunas prácticas de los habitantes del Peñón como el lavado de dinero, el tráfico de drogas y los privilegios financieros y fiscales “de aquellos esquizofrénicos y su idea artificial de ser británicos”. Pero el inminente acuerdo, “esto está hecho para antes del verano”, proclamaban exultantes aquellos triunfalistas carpetovetónicos, a los que se sumaba la nueva ministra de Exteriores Ana Palacio quien sin tiempo material de abrir el expediente, más complicada todavía por el incidente Perejil que terminaba de ocurrir y difícilmente ni ella ni casi nadie en el gobierno podían señalar con precisión dónde se ubicaba el islote en cuestión, no se recataba en pregonar que “sería un honor”, no podía escapar a un doble y vinculante lastre: la condición inaceptable para Espana de renunciar a su reclamación histórica a fin de recuperar la plena soberanía, más el obstáculo infranqueable de la voluntad de los llanitos, como así ocurrió en noviembre, no era la primera vez, con el consabido e ilegal referéndum, por un inadjetivable 99% contra España.
En 1940 lo que hubo fue una cuestión de interpretación. Londres acreditó al activo sir Samuel Hoare, “Mi misión en Madrid”, “Embajador ante Franco en misión especial”, el mismo que espetaría “no me mande más policías, prefiero que me mande menos estudiantes” a Serrano Suñer, quien lo negará, “es falso de solemnidad”, aunque reconociendo que ante los insultos a España, “estas cosas sólo ocurren en un pueblo de salvajes”, tuvo que echarle de su despacho, narra el cunado del generalísimo en “Desde Hendaya a Gibraltar; la historia como fue” y me lo ratificó su hijo, compañero mío, porque a mi me costaba creer que quien había sido ministro de Interior. de Exteriores y de Educación no parecía dar precisamente la imagen de un profano en los modos diplomáticos, cierto que la presión del momento tras varias horas oyendo vociferar toda clase de insultos, mentando a su patria, a su rey y a sus antepasados, podían haber alterado un tanto, al parecer un mucho, su usual British composure o mejor, porque se trataba de un lord aunque fuera in pectore, su proverbial stiff upper lip.
Quien luego sería lord Templewood llegó a Madrid con la misión de conseguir que Franco mantuviera la neutralidad, que cuatro meses después de su arribada, en octubre, ahora hace 80 años, tomaría un cariz altamente preocupante para los aliados con la entrevista Franco Hitler en Hendaya. Además de la compra de diversos generales del Caudillo y hasta de su hermano Nicolás, efectuada por el intermediario Juan March con los fondos enviados desde Londres, un asunto ya muy publicitado, el punto aquí es si se autorizó al embajador a decirle al ministro de Exteriores, el coronel Beigbeder, que después de la guerra hablarían sobre Gibraltar. Terminada la contienda, cuando Madrid suscita la cuestión, Churchill que no sabía con exactitud lo que ofreció su representante, ¿”qué le dijimos exactamente a Franco”? negó que hubiera ningún ofrecimiento para hablar de Gibraltar, admitiendo que lo que se hizo fue un planteamiento genérico: “hablaríamos con Madrid de cualquier cuestión de interés bilateral pero sin citar a Gibraltar”. Salta a la vista, sin embargo, sin necesidad de sesudas exégesis, “no hay necesidad de interpretar lo que no necesita interpretación”, que no hay cuestión bilateral de mayor interés para los españoles que Gibraltar. Quizá resulte oportuno rememorar este, cierto que presunto, proceder británico por particularmente ilustrativo y por ende, didáctico, en el interminable contencioso.
Con la administración socialista se impulsa la línea conciliadora, colaboracionista, que alcanza su culmen en el 2006 con la inédita hasta entonces foto tripartita en el mirador de Gibraltar, Moratinos, hoy al frente de la Alianza de Civilizaciones, nuestro diplomático más internacional, con quien tanto he departido sobre nuestros contenciosos, Miliband y Caruana, pero las negociaciones, diplomacia pública, mostraron en todo momento las cartas sobre el tapete: con el Foro tripartito se posponía la reivindicación a favor de la cooperación en un ejercicio de a futuro. Ha sido en el 2019, cuando el ministro socialista de Exteriores se entrevistará con el ministro principal gibraltareño pero “en secreto”, no consta lo que trataron, en lo que ha sido el primer encuentro bilateral, según revelaría su sucesora ante las censuras a su foto pública con el mismo Picardo.
Sobre la titular de Santa Cruz, (a la que me he ofrecido para nuestros seis contenciosos y diferendos a través de sus colaboradores, saben que mi competencia está considerada al máximo nivel, dentro y fuera de Espana y ahora mismo estoy conferenciando en Argentina sobre Gibraltar/Malvinas, amén de que desde más de un colectivo se lo han pedido al gobierno dado el déficit que en general presentan) han caído una serie de críticas por parte de distintos sectores, varios académicos y conocedores, donde los más moderados como el diplomático Yturriaga lo atribuyen “a su inexperiencia” y Carrascal reitera que “Londres engaña a nuestros ministros de Exteriores uno tras otro”, a causa de su plan en Gibraltar del “espacio de prosperidad compartida”.
Ya he abundado, in extenso en “España y el dédalo diplomático”, que la prosperidad en la zona constituye una exigencia impostergable pero en el sentido espacial parcial, delimitado, en el nacional, en el Campo de Gibraltar. Predicarla también para el Peñón, facilitarles las cosas indirectamente para potenciar su realidad, siendo además una de las primeras economías per capita a escala planetaria y sin visos, al menos prima facie, de querer corregir ciertas prácticas heterodoxas, parece incompatible, desde, si se quiere, un elemental cocu, battu et content (como digo al Académico Perpetuo, en mi comparativa sobre nuestro refranero y los extranjeros, se ve que los hispánicos, menos pródigos, más parcos con el léxico, eliminan el “contento”) que diría cualquier castizo desde el fácil y festivo sarcasmo sin acudir a proclamas mayestáticas, con el interés nacional, que ahí resulta único, excluyente, inequívoco: la recuperación de la soberanía.
El iter más directo para acceder a la cosoberanía, paso previo a colocar nuestra bandera, inicuamente sustituida ya hace más de tres siglos, aunque no “antes de cuatro meses” que decía el ejemplar aquel a la, corta, vista del Brexit, yo también entono la mea culpa por la alícuota que me corresponda cuando hiperbolicé que iba a dejar en alguna forma a los llanitos in the lurch, está canalizado, sin bifurcaciones ni circunloquios, en la firmeza de los principios, que es lo que ennoblece el derecho internacional, del que somos cofundadores al mejor título, la introducción del humanismo en el derecho de gentes, y que se traduciría en el cumplimiento del tratado de Utrecht, hasta donde proceda, hasta donde se pueda. Siempre con la debida dignidad.
¿Asuntos Exteriores va a firmar un acuerdo con Gibraltar sobre el estatus 'postbrexit' ANTES de que el Parlamento británico ratifique el Tratado Fiscal de marras? Lo digo porque el Foreign Office es muy amigo del viejo refrán 'prometer y prometer hasta meter, y una vez se haya metido, olvidar lo prometido'. No vaya a ser que demos el oro y el moro, y en enero el expediente se pierda en Westminster. Que ya nos ha pasado muchas veces con los ingleses.
La historia al revés: el tratado de utrecht, la guerra de sucesión, el testamento de Carlos II, su estado de salud, el cuestionamiento de la designación testamentaria, los archivos secretos del Vaticano.