Estamos viviendo una situación realmente complicada en el mundo y, por ende, en nuestro país y en nuestra ciudad. La pandemia ha venido a tensar, aún más, problemas que venimos arrastrando desde hace décadas. La aceleración de los cambios tecnológicos ha puesto en manos del ser humano una extraordinaria capacidad para alterar la faz de la tierra. Se han arrasado millones de hectáreas de bosques, el borde litoral ha sido víctima de un tsunami de hormigón, islas de plásticos flotan por los océanos, los ríos están contaminados y el delicado equilibrio climático ha sido trastocado. Todas estas alteraciones en los ecosistemas naturales han provocado la extinción de miles de especies y la extensión de enfermedades y pandemias, como la que ahora sufrimos de la COVID-19. De un día para otro la actividad económica se tuvo que parar en seco y la mayoría de los ciudadanos nos vimos obligados a permanecer encerrados en nuestras durante varias semanas, mientras que las fuerzas de seguridad del Estado, los sanitarios y los trabajadores de los considerados servicios esenciales garantizaron nuestra supervivencia.
Las noticias que nos llegaban generaban en todos nosotros una sensación de miedo, aislamiento y tristeza ante las cifras de víctimas por el coronavirus. Daba la impresión de que nunca íbamos a alcanzar el anunciado pico de contagios. La incertidumbre sobre el futuro empezó el mismo día en el que se decretó el estado de alarma y aún este sentimiento nos acompaña. Ciertas preguntas siguen sin respuesta: ¿Cuándo dispondremos de una vacuna que nos proteja del COVID-19? ¿Qué pasará cuando nuestros hijos e hijas regresen a la escuela o a la Universidad? ¿Cuál será el futuro de los puestos de trabajo que en la actualidad mantienen de manera artificial los ERTEs? ¿Qué balance haremos de la campaña turística? ¿Hasta cuándo el Estado podrá mantener el nivel de gasto social y sanitario en el contexto de una crisis económica inaudita en la historia mundial? En definitiva, todos nos preguntamos qué será de nuestra vida y la de las personas que queremos a partir de ahora. El hecho de que nos planteemos esta cuestión existencial puede que tenga un efecto positivo en el futuro de la humanidad.
Respecto al futuro podemos distinguir dos posturas antagónicas. Por un lado, nos encontramos con el bando de los pesimistas, quienes consideran que nada va a cambiar y que la humanidad seguirá avanzando por la senda que conduce al suicidio colectivo. Y, en el otro bando, están los optimistas que vislumbran un giro copernicano en nuestra actitud ante la naturaleza y la vida. Puede que por mis conocimientos sobre la historia de la humanidad me lleve a situarme en una posición intermedia. Tan acostumbrados estamos a la inmediatez que facilita internet que podemos caer en el error de creer que la historia funciona siguiendo esta misma lógica. Y no es así. El pasado no es como ese viejo abrigo que colgamos en un armario y no volvemos a acordarnos de él hasta el día que toca renovar nuestro vestuario. Como escribió Lewis Mumford, el pasado no nos deja nunca y el futuro está en las puertas. El presente es el fruto del pasado, como el futuro es un escenario que estamos construyendo en este momento. No resulta posible escapar de la inercia del pasado. Siguiendo esta metáfora, la pandemia del COVID-19 ha parado en seco la locomotora del llamado “progreso” y con la inercia del empuje del pasado continua la actividad económica, pero a una velocidad mucho más lenta. Los conductores de la locomotora, como en la película de Buster Keaton, están echando en la caldera todo lo que encuentran a su mano para que el tren mantenga la velocidad y no se detenga del todo.
Pienso que la ralentización de la locomotora del “progreso” era inevitable y necesaria. Hace mucho tiempo que superamos los límites del crecimiento económico, tal y como se expuso en el informe coordinado por Donella Meadows en el año 1972. El paso del tiempo no ha hecho más que darle la razón a los redactores de este informe y a los de las revisiones que se llevaron a cabo en los años 1992, 2004 y 2012. En este último año, Dennis Meadows tomó la palabra en la reunión del Club de Roma para afirmar que ya nos habíamos situado más allá de los límites y que la oportunidad para haber cambiado el rumbo de la humanidad había quedado atrás sin que fuéramos capaces de aprovecharla. Hablar de sostenibilidad ya no tenía ningún sentido y deberíamos sustituir esta palabra por la de “resilencia”. Este término ha sido deformado por el discurso capitalista para definirlo como la capacidad de aprender a soportar las circunstancias adversas que se presentan en nuestra vida desde el convencimiento de que al cambiar nuestra forma de pensar estamos en disposición de modificar el destino. En pocas palabras, la traducción que hace el capitalismo de la resilencia es la de una invitación a despreciar el pasado y prepararnos para la supervivencia individual en la jungla económica.
Desde el punto de vista de pensadores, como Jorge Riechmann, la resilencia habría que entenderla en su significado etimológico de "saltar hacia atrás, rebotar". No es que se defienda una forma de primitivismo autoimpuesto, sino de la adopción una postura de adaptación a un escenario de colapso civilizatorio que a estas alturas se considera inevitable. Todo ello implica la asunción del fracaso del movimiento ecologista en su empeño de convencer a los grandes poderes mundiales de la urgente necesidad de promover importantes cambios políticos, económicos y socioculturales. A estas alturas de la crisis multidimensional no hay lugar para las transiciones graduales que podríamos haber impulsado en los años setenta del pasado siglo XX. Esta “perspectiva desengañada”, como la ha denominado Riechmann, en modo alguno implica abandonar la lucha, pues se trata de un planteamiento ético ante la defensa de la vida. Partiendo de esta perspectiva han surgido movimientos ecosociales como el proyecto “Dark Mountain” que defienden principios como el rechazo a la creencia de que la crisis multidimensional en la que estamos inmersos puede resolverse a partir de la implementación de soluciones tecnológicas o políticas. Si en algo se distinguen estos nuevos movimientos ecologistas es en el radical cuestionamiento del “mito del progreso” o “el mito de la máquina”. Haría falta, como ya profetizó Lewis Mumford, trascender hacia un “mito de la vida”.
En el nuevo “mito de la vida” cobrará un papel relevante “la tradición oral y la narración como algo más que un mero entretenimiento, pues es a través de las historias como tejemos la realidad y nos entretejemos en ella…Celebraremos la escritura y el arte que arraigan en un lugar y se basan en un sentido del tiempo. Nuestra literatura ha estado dominada durante demasiado tiempo por los que habitan en las ciudadelas cosmopolitas… No vamos a extraviarnos creando teorías o ideologías. Nuestras palabras van a ser muy elementales, y escribiremos con tierra debajo de las uñas” (traducción de fragmentos del manifiesto “Uncivilization” por J.Riechmann). Me siento muy identificado con esta idea de reescribir un nuevo mito, el de la vida, y hacer a través de la literatura de la naturaleza. Mis escritos, algunos de ellos recopilados en mi nuevo libro “Arqueología del alma”, están arraigados en esta tierra y no planteo ningún sistema filosófico revolucionario. Es una literatura liviana y sencilla que sigue el flujo de la naturaleza y se dirige a las almas de los lectores para alimentarlas y nutrirlas. Precisamente lo que me obsesiona es el propósito de lograr que el agua de la vida vuelva a brotar en los manantiales del templo interior y exterior. Como le sucedió a Carl Gustav Jung, me sentí impelido a buscar una fuente de vida: “yo encontré una y bebí de ella, y el agua sabía bien” (C.G. Jung, Libro Rojo). No tuve que ir muy lejos. La célebre fuente del “agua de la vida” estaba, según la mitología islámica, en la costa de Ceuta. Algo más he tardado en darme cuenta que la verdadera fuente de la vida se encontraba aún más cerca, en mi mundo de adentro. Este camino hacia el centro de nuestro ser no puede delegarse, pero la escritura puede aportar algunas indicaciones para no perderse y, sobre todo, para despertar las ganas de emprender la senda.