Lo mejor que le puede venir a una calamidad, y así hacer mayor daño aún, es que la alimente la soberbia. No hay sustento con mayor poder nutritivo. El virus nos humilló; cuando pensamos que nuestra forma de vivir era imparable, más allá de los avatares del trasiego existencial, nos hizo claudicar y repensar para sobrevivir y posteriormente recuperar el control en la medida de lo posible.
Pero la lucha contra la pandemia se convirtió, en las instancias de las decisiones y en el espacio público, en una lucha de poder. Mutó en una campaña electoral, prácticamente desde su comienzo. El dolor se polarizó, convirtiéndose por tantas escenas en un espectáculo de pura indignidad con representaciones que rayaron e incurrieron en lo grotesco. Todo valió y vale, con tal de ganar la posición política o no perderla.
Hasta las cacerolas se politizaron(ya lo venía siendo la bandera) y una parte de ellas acudieron en auxilio de las estrategias de partido, como si la palabra no fuese suficiente. Bien es cierto que hace más ruido una olla golpeada que otra cocinando, pero sana la segunda. Como sana la conciencia de patria, de unión y compromiso, no el alboroto del patriotero.
Y mientras, la acción silenciosa de toda una comunidad de esenciales fue haciendo su trabajo en condiciones precarias con excesiva frecuencia; con recursos exangües con demasiada concurrencia, echando mano de la vocación y la responsabilidad, mucho hay y hubo de generosidad, también. Se espera se les haga justicia.
Nada es más dañino que el interés personal cuando está en juego el bienestar general, nada es más nocivo para la exigible unión que el disolvente de la soberbia. Es, junto al virus, quien porta mayor fuerza de contagio y además, ruge.