En marzo de 2008 escribía un sentido artículo en estas mismas páginas titulado El desenlace. Estaba dedicado a un amigo que se nos fue demasiado pronto. Un hombre joven y fuerte. Maestro de escuela y ex alcalde de nuestro municipio. Un buen día comenzó a sentir molestias en la garganta. Yo me permití bromear con él y preguntarle en una mañana fría de invierno, si es que se había bebido unas copas de aguardiente para tener la voz tan quebrada. Otros pensaban que era consecuencia de su profesión. Pero, las molestias fueron a más. Fue perdiendo el habla poco a poco. Y la fuerza en los brazos. Le diagnosticaron Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), en una de las variedades más agresivas.
Los neurólogos a los que acudimos los amigos nos dijeron que no se sabía nada de esta terrible enfermedad. Que no tenían remedios para ella. Que no había líneas de investigación avanzadas al respecto. Y que lo grave era que el paciente iba perdiendo las fuerzas de forma progresiva, hasta que ya no podía respirar y se le tenía que aplicar ventilación asistida. Según los médicos, éste era el momento clave en el que la cercanía de los seres queridos resultaba fundamental, pues el enfermo mantiene la lucidez mental hasta el último momento de su vida.
Pero él no se resignó a la fatalidad. Luchó y buscó incansablemente lugares en los que pudieran ayudarle. Se ofreció a que investigaran con su cuerpo, quizás con la esperanza de que le pudieran liberar del sufrimiento. Pero también para ayudar a otros en sus mismas circunstancias. Era un hombre generoso y tolerante. Y tuvo tiempo para emprender una nueva vida, y para casarse otra vez con una magnífica mujer que lo quiso hasta el final. También lo fue la anterior, que sufrió en silencio, y en la lejanía, su enfermedad.
Yo intenté ayudarle reclamando judicialmente una pensión más digna. Nuestra razón era que necesitaba la asistencia de otras personas para realizar las labores más esenciales de su vida. La supimos defender ante el Juez, aunque sufrimos todos. Recuerdo aún el nudo en la garganta que se me hizo y las lágrimas que me brotaban, que intentaba ocultar tras mi toga para que mi amigo no se diera cuenta, cuando, pese a sus esfuerzos, no lograba que le saliera su débil voz de la garganta. Por un momento me vine abajo. No era capaz de continuar. El Juez, que se dio cuenta, en un acto que le honró, me hizo reaccionar, casi “ordenándome” que siguiera preguntando y que fuera consecuente con mi decisión de haberlo traído a juicio. Esto me hizo recuperar las fuerzas y me permitió continuar hasta el final. El Juez nos dio la razón.
Al poco tiempo de esto, las fuerzas le habían desaparecido. Su cuerpo había quedado reducido a un puro esqueleto a punto de quebrarse. Aunque la lucidez de su mente seguía intacta. Esta era la fatalidad, la terrible realidad. Y llegó el momento en el que dijo que no quería continuar así. Reunió a sus más allegados para comunicarles que no podía más y para pedirles comprensión. Y aunque, casi no podía hablar, aún reunió las fuerzas suficientes para comunicarse a través de su inseparable ordenador. Y fue cuando les dijo, y firmó, que rechazaba cualquier intervención externa sobre su cuerpo. Que se negaba a que le mantuvieran su vida unida a una máquina. Sólo quería que lo dejaran morir dignamente rodeado de sus seres queridos. Y así se fue. Con una sonrisa y en libertad. Pero tras un terrible sufrimiento, pues, ante la falta de respirador artificial, que había rechazado, y la imposibilidad de acabar de una vez, los efectos de su espantosa y lenta agonía por asfixia, sólo era posible paliarlos con la ayuda de potentes medicamentos.
La sencilla ceremonia civil, previa a su incineración, se hizo tal y como él había dispuesto. Con una preciosa música que invitaba a la reflexión y nos ayudaba a todos a superar los difíciles momentos. Las palabras de sus hijos y de algunos de sus amigos quedarán como imborrable recuerdo en nuestros corazones. Se fue un hombre bueno, tolerante y libre. Pero nos dejó un mensaje de dignidad, también para la muerte.
El debate sobre el derecho a una muerte digna, que entonces reclamábamos reabrir, a los 12 años de su muerte ha sido recuperado por un gobierno valiente y sensible con los sufrimientos de muchas personas. Ya sé que va a ser una tramitación legal muy complicada. La solución no es fácil. Y también que muchos políticos de la oposición van a aprovechar la misma, para hacer acusaciones infundadas. Pero tenemos que ser fuertes y afrontar el mismo con la serenidad necesaria, pues solo las sociedades maduras son capaces de hacer avanzar a la humanidad.
Igual que entonces, el presente artículo lo dedico a la memoria de mi buen amigo. Pero también a la de aquellos otros que, de la misma forma, con su ejemplo y sufrimiento han contribuido a que nuestra sociedad recupere el debate sobre el derecho a una muerte digna. Es el camino más seguro para seguir construyendo la sociedad tolerante y libre que necesitamos.
Las personas que hemos tenido a alguien cercano con una enfermedad terminal, podemos comprender mejor la situación. Cuando uno vive el proceso desde tan cerca, empiezas a darte cuenta que la eutanasia es un acto de amor. No hay nada más inhumano que obligar a sufrir a alguien por tus dogmas y creencias sin atender ni comprender su voluntad de no querer seguir sufriendo y alargando una agonía irreversible. Hay muchas personas y familias que han sufrido y que hoy sufren, tanto el dolor físico, como ese dolor indescriptible que nos consume cuando vemos sufrir a quienes amamos sin nada que podamos hacer, cuando te pide incansablemente, con una mente lúcida y plenamente consciente, que le ayudes a terminar con ese sufrimiento porque quiere descansar en paz y no le dejan.
Gracias por tus palabras, gracias por su recuerdo. Ojalá la ley de la eutanasia prospere, porque ese será el mejor homenaje que se le pueda hacer a todas esas personas que lucharon y murieron cruelmente por no contar con ella.