El mundo está inmerso en una profunda crisis multidimensional (ecológica, económica, social, ética, etc…). El motor de la existencia cotidiana, la economía, anda gripado y todo apunta a que no tardará mucho tiempo en pararse y dejarnos tirados. Ya en el año 2008 sufrió una grave avería y en vez de proceder a una revisión profunda y a una reparación completa lo que se hizo fue una chapuza para salir del paso. Muchas personas se quedaron en la cuneta y otras tantas han ido sobreviviendo como han podido. Hemos olvidado que la economía depende en buena parte de la calidad de nuestro medioambiente y que su fin no debería ser otro que satisfacer las necesidades humanas. Vivir en un planeta cada vez más contaminado y desfigurado por la expansión urbanística y la explotación irracional de los recursos está afectando de manera grave a nuestra salud física y psíquica. Las enfermedades civilizatorias como el cáncer, la diabetes, los problemas coronarios, las neurosis y las depresiones se han extendido a un ritmo que podríamos calificar de epidémico.
El empobrecimiento de los ciudadanos no sólo es económico, sino que también afecta a la propia condición humana. Nuestros ideales económicos, sociales y políticos se han ido separando de manera paulatina de ciertos principios básicos como la bondad, la verdad, la belleza o la justicia. Como ha sucedido en anteriores crisis económicas o políticas, cuando se requería mayor solidaridad lo que ha emergido es el egoísmo y las ideas más radicales y fanatizadas. El miedo es un gran aliado de quienes plantean soluciones sencillas y radicales para abordar problemas complejos y sistémicos. Autores como Edgar Morin han dedicado toda su vida a analizar el complejo mundo que nos ha tocado vivir y a enseñarnos cómo superar los grandes retos a los que nos enfrentamos. Morin conoció la persecución nazi y sabía del peligro que suponen para la humanidad “los grandes simplificadores”, como el que describió Dostoyevski en sus “Memorias del Subsuelo”.
No menos oportuna para entender los peligros que acechan debido al auge de la ultraderecha es la obra de Hannah Arendt. En su obra “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal”, Arendt puso en evidencia que el mal adopta formas en apariencia inofensivas, pero que esconden desoladores síntomas de la crisis interna del ser humano actual. La falta de reflexión ética sobre nuestros actos puede derivar en el principal argumento de la defensa de Eichmann: “él se limitó a cumplir órdenes”. Vemos, pues, que la masificación, el automatismo y la falta del necesario auto-ejercicio de reflexión crítica de nuestros actos puede derivar en los crímenes más horrendos. Por desgracia, estas causas profundas del preocupante proceso de deshumanización no se han combatido con el suficiente empeño, es más, se han agudizado en los últimos tiempos. Echamos en falta una mayor ambición espiritual e intelectual que permita a los ciudadanos pensar por sí mismos y no ser presa de las proclamas simplistas y totalizadoras que algunos difunden con cada vez mayor éxito de audiencia. Todo discurre a gran velocidad y recibimos a cada instante señales que nos distraen de nosotros mismos y disipan cualquier atisbo de pensamiento original y propio.
Quien piensa por sí mismo actúa de manera consciente y asume la responsabilidad de sus actos. Tal y como insistió el maestro Carl Gustav Jung, nuestra propia salud mental y la calidad de la democracia depende en gran parte del esfuerzo que hagamos en reabsorber nuestra “sombra”. Los seres humanos, tanto de manera individual como colectiva, tenemos a proyectar en los otros nuestros complejos y defectos. Aquello que más nos irrita de los demás suele coincidir con partes de nuestra personalidad que más nos cuesta asumir y mejorar. En todos los tiempos se ha proyectado la sombra colectiva sobre determinados colectivos a los que les ha tocado el dramático papel de chivatos expiatorios de aquellos problemas que no se han sabido reconocer y asumir. Proyectamos la responsabilidad de nuestros actos en estos colectivos para liberarnos del peso de nuestra parte de culpa y no tener que actuar en consecuencia. En resumidas cuentas, solemos comportamos de modo infantil y de forma poco madura y honesta.
Todo el discurso político se basa en este juego de proyección de sombras haciendo de la política un continuo escenario chinesco. Si hubiera más honestidad en la política podríamos ponernos de acuerdo en el diagnóstico de los problemas que nos afectan y el grado de responsabilidad que cada uno tenemos en sus causas y también en el planteamiento de sus soluciones. E. F. Schumacher, en su obra “Guía para perplejos” (Atalanta, 2019) distingue entre dos tipos de problemas: los convergentes y los divergentes. La principal diferencia entre ambas modalidades de problemas es su grado de resolución. En los problemas, las distintas soluciones tienden a converger hacia un mismo punto, con lo cual su resolución depende del suficiente empeño y esfuerzo. Sin embargo, en los problemas divergentes cuanto más discutimos sobre ellos se manifiesta de manera más clara la dificultad de encontrar una solución fácil y sencilla. Para entenderlo, Schumacher plantea un ejemplo bien conocido: el de la educación. Hay quien apuesta con dotar a los alumnos de mayor libertad en las aulas, mientras que hay otros que consideran fundamental mayores dosis de disciplina. Todo indica que la solución está en encontrar un punto intermedio entre libertad y disciplina, pero, lo importante, en opinión de Schumacher es introducir un tercer concepto en la ecuación: el amor por los alumnos. Lo mismo podría aplicarse a la economía. Entre el neoliberalismo y el intervencionismo cabe un concepto que algunos se empeñan en olvidar, el de la solidaridad.
La política debería dedicar su esfuerzo en resolver lo antes posible los problemas convergentes y en discutir sobre los divergentes con la suficiente amplitud de miras para reconocer su complejidad y la necesidad de elevarnos a planos de entendimiento más ricos y holísticos. Se trata de abordar los retos de la humanidad desde la comprensión, la sabiduría, la verdad y la generosidad, dejando al margen el cortoplacismo, el egoísmo, la mentira, la manipulación de los sentimientos y la despiadada lucha por el poder. Esto mismo que pedimos para la política deberíamos asumirlo como una tarea individual para todos y cada uno de nosotros. No habrá solución para la crisis multidimensional de nuestro mundo si de manera paralela no resolvemos la crisis interna que afecta a la humanidad. Es una tarea dura y compleja, pero conviene tener en cuenta que la vida es lucha y esfuerzo por alcanzar las mayores cuotas de perfección humana.