Nuestro escenario vital está en continua remodelación. Todo cambia a un ritmo vertiginoso. Los hitos arquitectónicos que marcaron nuestro crecimiento personal han sido borrados a golpe de piqueta. Apenas quedan testimonios de la Ceuta que conocieron nuestros antepasados y la que disfrutamos los que ya vamos convirtiéndonos en una persona provecta. Es posible que la melancolía sea un atributo de la edad, pero no deja de ser un sentimiento que nace de lo más profundo de nuestro ser. Nos duele ser testigos de una transformación radical de nuestro entorno urbano y social. Se podría decir que los seres humanos no estamos preparados para esta permanente modificación del paisaje circundante. Igual nos dolería menos si lo que viniera a sustituir a los vestigios del pasado ofreciera unas mejores oportunidades para el disfrute de los sentidos, la creatividad o el fomento de la vida cívica de nuestros pueblos y ciudades. Pero la tónica general es justo lo contrario. Tal y como expuso de manera magistral el arquitecto Leon Krier en su obra “la arquitectura de la comunidad”, la reacción ciudadana en contra de la destrucción de los centros históricos está más que justificada teniendo en cuenta que la arquitectura de reemplazo es, desde todos los puntos de vista y con pocas excepciones, de peor calidad estética y funcional que la heredada de momentos precedentes.
El eje sobre el que pivota nuestra realidad cotidiana es la economía y su nefasta ideología mecanicista y desarrollista. Desde sus privilegiados púlpitos, los próceres económicos y políticos deciden el destino de nuestros recursos naturales y culturales, así como el tipo de vida que debemos soportar. Ignoran que bajo la ecuación económica se esconde la cuestión clave del futuro de la tierra. Nuestro planeta no es un simple tablero inerte sobre el que lanzar los dados trucados de la economía, sino el marco en el que crece, se desarrolla y se renueva la vida. Desde la época de Descartes nos han inculcado la idea de que lo único real, vivo y consciente es nuestra mente y el resto meros objetos insensibles. Y aquí está parte de la clave de nuestro presente. Ignoramos, tal y como expuso el mitólogo Joseph Campbell, que la conciencia y la energía son lo mismo, por lo tanto donde apreciemos una auténtica energía vital, allí hay conciencia. Cada día son más frecuentes los estudios que confirman que el mundo vegetal es consciente.
Al sector económico le interesa perpetuar la idea de la inconsciencia de la naturaleza y el cosmos. La cosificación del mundo ha llegado a afectar a los propios seres humanos. El individuo y su hábitat han sido sacrificados en nombre de un pretendido bien común que coincide con las metas perseguidas por la economía. Según explotamos a la naturaleza y la contaminamos avanzamos hacia nuestra propia deshumanización. Se trata de un proceso recursivo que parece no tener fin. Cuanto menos experiencias directas tenemos en pleno contacto con la naturaleza, más se agrava nuestra incapacidad para ver y amar a la naturaleza. El mundo ha ido perdiendo su alma, su magia y su carácter sagrado. Lo cierto es que nada ha cambiado, quienes lo hemos hecho hemos sido nosotros. Los amaneceres, los cambios de colores que nos ofrecen las distintas horas del día, la belleza del ocaso o el misterio del insondable firmamento siguen ahí para aquellos que siguen teniendo los sentidos y el corazón abiertos. Por desgracia, nuestro foco de atención está siempre dirigido a una pantalla o a asuntos irrelevantes. También hay muchas personas cuyas vidas están más cerca de la búsqueda de la subsistencia que al pleno disfrute de la existencia.
Otra consecuencia de la excesiva focalización de la atención en temas secundarios es una nueva patología social que podríamos llamar la adición a la novedad. Es un mal inducido por las redes sociales que incitan la afición al cambio constante y perpetuo. Captan de tal forma la atención que hacen perder el sentido del tiempo y el espacio. El mundo real se disuelve para ser reemplazado por una realidad virtual en la que nada es lo que parece. Lo que podría tener la utilidad de conocer y compartir experiencias e ideas con personas afines, se convierte en una trampa que atrapa a muchos y nos lo deja escapar. Mientras se suceden a un ritmo trepidante las pantallas de las redes sociales, la vida pasa desapercibida. Esta aceleración del tiempo causa una dislocación del espacio temporal. El pasado y el futuro se estrechan tanto que sitúan a las personas en un presente caleidoscópico de imágenes y mensajes. De esta forma resulta imposible escapar a la influencia inconsciente del pasado y sacudirnos las parcialidades y relatividades de la sociedad inmediata.
Si despreciar el pasado tiene graves consecuencias, no es menos preocupante es la tendencia a meditar sobre el futuro. La historia tiene un aspecto anticipatorio que conviene tener en cuenta. Ambos, pasado y futuro, sirven para satisfacer dos necesidades básicas del ser humano: la de la continuidad y el orden. Necesitamos saber que no somos flor de un día, sino herederos de una larga tradición que hunde sus raíces en los propios orígenes de la humanidad. Si reflexionáramos con más frecuencia sobre esta incuestionable verdad no despreciaríamos, como muchos hacen, al rico y variado patrimonio cultural que poseen nuestros pueblos y ciudades. No son simples piedras nuestros bienes culturales. Hay que verlos con la materialización de los símbolos arquetípicos asociados a la condición humana. Desconocer el significado los símbolos significativos de nuestra propia cultura es una de las peores formas de pobreza y ceguera social y constituye, en opinión de Lewis Mumford, una condena a muerte para la personalidad humana.
Los arquetipos, sus símbolos e imágenes, nos llevan acompañando desde los primeros pasos del ser humano sobre la tierra. Hacerlos conscientes es una de las misiones de la arqueología. Estamos ante la crucial misión de reescribir “el poema de la vida”, que es también el de la unidad de la raza humana, como escribió no hace mucho Jesús Agudo en “El País” a propósito de la obra de Joseph Campbell. El poema de la vida nos invita a despertar nuestros sentidos; a ver y sentir el mundo con plenitud; a abrirnos a experiencias significativas; a emocionarnos ante la majestuosidad de la naturaleza y el cosmos; a conocer y entender los símbolos arquetípicos y servirnos de ellos para desarrollar nuestra creatividad y cumplir nuestra misión vital.
Debemos entender nuestros elementos patrimoniales como una invitación a entrar en el mundo imaginal que surge de la constante interacción entre la esfera terrenal y la celestial. No estamos hablando de la fantasía, sino de la posibilidad de reconstruir gracias al conocimiento y la capacidad de imaginación realidades del pasado. Si somos capaces de viajar a estas otras dimensiones podremos recuperar funciones, significados y valores que hemos perdido durante nuestro peregrinaje colectivo por la vida. Creo que es importante restaurar el sentido de lo sagrado y lo mágico. La ciencia ha hecho bien en eliminar la espesa costra de supersticiones que rodeaba a la verdad, pero ha ido demasiado lejos y ha dañado su núcleo. Va a resultar muy difícil restaurarlo, pero hay que hacer el esfuerzo por lograrlo si queremos recuperar la ese