Anteayer arrancó la campaña electoral de las elecciones generales del próximo 28 de abril. Cada partido, a su manera, celebró el tradicional pegado de carteles. A mí los carteles y los eslóganes me dicen poco, lo realmente significativo son las personas y las ideas que defienden. Siendo Ceuta una ciudad pequeña, es fácil que uno conozca personalmente a todos o a una parte de los candidatos. Coincide que en esta ocasión tengo amistad con candidatos del PP, del PSOE y de VOX. Supongo que no seré el único ceutí al que le ocurre lo que a mí. A todos ellos, en lo personal, les deseo lo mejor. Por lo que les conozco, todos ellos son buenas personas que desean lo mejor para Ceuta.
En una ciudad pequeña como Ceuta no nos queda más remedio que adoptar una actitud amable y respetuosa. Como decíamos aquí, Ceuta es un pueblo con una sola calle. Con esto quiero decir que tarde o temprano, nos guste o no, vamos a coincidir en la calle, en el trabajo o en cualquier otro sitio con determinadas personas, que nos pueden caer mejor o peor, pero que son nuestros vecinos. Al escribir esta reflexión ha acudido a mi mente un libro que guardo en un lugar preferente de mi biblioteca: “cartas a su hijo” de Lord Chesterfield. Esta obra es todo un manual del perfecto caballero. En el trato a los demás, Chesterfield aconsejaba a su hijo que tratara a lo demás con puño de hierro bajo guante de seda. La cortesía y la verdad no deben están reñidas.
Valorando de manera positiva las enseñanzas de Lord Chesterfield, me siento más próximo a autores estoicos, como Séneca, Marco Aurelio o Epitecto. Comparto con ellos su idea de que nuestra principal preocupación no debe ser tanto lo que piensen los demás, sino lo que pensemos y hagamos cada uno de nosotros. De ahí la insistencia de los escritores romanos indicados en la atención que debemos prestar al cultivo personal de nuestro mundo de adentro. Este principio estoico estaba en el centro de ciertos movimientos culturales y literarios con lo que me identifico, como el trascendentalismo norteamericano de la segunda mitad del siglo XIX. Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau o Walt Whitman compartía un gran amor por la naturaleza, una profunda admiración por los autores clásicos y un individualismo positivo, en el sentido de la confianza en la capacidad del individuo para formarse su propia opinión, -mediante las lecturas, la auto-observación y el estudio-, y defenderla con sinceridad y valentía.
Los principios estoicos y trascendentalistas pueden sernos de gran ayuda para superar todos los retos a los que se enfrenta la humanidad. Pueden contribuir a resituar al ser humano en el papel que le corresponde en la naturaleza y el cosmos. A diferencia de lo que defiende el pensamiento capitalista y determinadas confesiones religiosas no somos los elegidos de Dios para explotar los recursos naturales y dedicarlos a satisfacer el insaciable y vanidoso apetito de poder de unos pocos. Somos, o podemos llegar a ser, la conciencia del cosmos. No hay nada mejor para reflexionar sobre lo que realmente somos que mirar atrás y contemplar la alargada sombra de todas las generaciones humanas que nos han precedido. Todas ellas se afanaron en lograr sus cortoplacistas objetivos.
Por primera vez, desde el que ser humano dio sus primeros pasos erguidos sobre la tierra, estamos tomando conciencia de la unicidad de la humanidad y la fragilidad de la vida en el planeta. Yendo más allá del ámbito terrícola, la exploración del cosmos desvela su infinitud y lo excepcional que es la vida de la tierra. Lo que nosotros vemos a través de los ojos de la ciencia, nuestros antepasados lo intuían con los ojos del alma.
Contemplando las estrellas, el movimiento de los planetas o los cambios de las estaciones, el ser humano, hasta hace relativamente poco, albergaba en sus corazones un sentimiento más trascendente y profundo de la existencia o al menos se preguntaba: ¿Qué significado tiene la vida? ¿Para qué estoy yo aquí? Realmente estas cuestiones nos las seguimos planteando todos los seres humanos desde la infancia hasta el fin de nuestras vidas. Intentar dar respuesta al significado de la vida es lo que, al menos a mí, me motiva a seguir pensando, leyendo o tomando notas de mis ideas en una libreta. El resultado de todo este esfuerzo es muy sencillo: me acerco a lo que realmente soy. Carl Gustav Jung denominó a esta labor el proceso de individuación, mientras que autores como Emerson o Whitman, lo llamaron la búsqueda de la identidad.
Se preguntaran los lectores: ¿Qué tienen que ver las elecciones generales con toda esta reflexión filosófica que acabamos de exponer? Mucho, me atrevo a afirmar. Como soy un tanto fetichista con los libros suelo viajar con un pequeño y selecto conjunto de obras leídas y releídas. Para estas vacaciones incluí el libro “Arquetipos e inconsciente colectivo” de C.G. Jung. Insistía este sabio psiquiatra suizo en esta obra, y en todos sus libros, en la importancia de cimentar bien nuestra identidad, mediante la reflexión y el estudio, para no sucumbir en la amorfa masa social que ni siente ni piensa. El hombre-masa, afirmaba Jung, “por principio no comprende nada; tampoco necesita comprender nada, porque el único que realmente puede cometer errores es el gran anónimo, convencionalmente denominado “Estado” o “sociedad”. Pero aquel que sabe que de él depende algo, o que por lo menos algo debería depender, se siente responsable de su situación anímica y tanto más cuanto más claro ve cómo debería ser para llegar a ser más sano y más estable”.
El hombre-masa es modelado en la escuela y horneado en los medios de comunicación, la publicidad y la propaganda política. Alcanzada la edad adulta adquiere la condición de ciudadano y el poder de decidir sobre el futuro de su ciudad, su país y la tierra. Su consustancial ignorancia y poco entrenada capacidad de pensar le llevó en el pasado, en un país tan desarrollado como Alemania, a elegir como su representante a un psicópata como Adolf Hitler; o en el presente a sentar en el Despacho Oval a un misógino, un racista y un maleducado como Donald Trump.
El peligro que para la democracia supone el hombre-masa ya fue advertido por sus fundadores en la Grecia clásica. Por esta razón los griegos insistieron tanto en el cultivo de la paideia, traducida por W. Goethe, en términos poéticos, como el propósito de hacer de nuestras vidas una obra de arte. Conviene recordar la definición que hacía Aristóteles de la democracia como la preparación de los ciudadanos para gobernar o ser gobernados. Ambas cosas son igualmente importantes. Para la primera tarea, la de gobernar, es fundamental un reforzamiento de las virtudes clásicas (valentía, prudencia, justicia y templanza) y un continuo esfuerzo en la búsqueda de la verdad, la bondad y la belleza. Las mismas virtudes y aspiraciones deben mover al conjunto de la ciudadanía en una sociedad que aspira a ser democrática. Todos juntos estamos llamados al cuidado de nuestro más importante bien común, que es la tierra; al autocultivo personal y al fomento de la cultura y el arte.
La democracia, desde nuestro punto de vista, no debe confundirse con el Estado. Éste no debe ser un instrumento al servicio del poder y el dinero, sino una herramienta útil para lograr las mejores condiciones de vida para los ciudadanos. En última instancia, la aspiración máxima de la democracia no puede ser otra que garantizar las condiciones ambientales, económicas, sociales, educativas, sanitarias y políticas que permitan a todos los ciudadanos disfrutar de una vida significativa y plena. Dadas estas circunstancias, compete a cada uno de nosotros hacer el mejor y más completo uso de nuestra capacidad de amar, emocionarnos, pensar y crear, para que la humanidad siga su camino y para que, como escribió Walt Whitman, prosiga el poderoso drama de la naturaleza y el cosmos.