Los caminos que llevan a la cala del Desnarigado también nos llevan a su historia, cuando hábiles marinos recalaban para proveerse del líquido elemento, y disfrutar de una hoguera nocturna en las frías paradas del invierno.
Allí, bullían los pensamientos, y bajo una luna engrandecida, los testimonios y las experiencias eran contadas con palabras de gran belleza.
Una incipiente forma de cultura empezaba a tomar forma en lo que sería la génesis de la memoria. Esa memoria, en forma de leyenda, habitaría en la playa como si fuera el espíritu del lugar, como si fuera un ser inmortal. Los marinos eran depositarios de los más diversos enigmas y misterios.
Esta voz es la que escucho cuando bajo a la cala del Desnarigado, y me entrego a la soledad del pensador. Una voz que se estremece en mi interior, pues pide ser revivida, ahora que la banalización del saber ha traído la discordia y la inmediatez del olvido.
Esos marinos eran hombres con otra postura; que buscaban la felicidad en la gratuidad de un consejo, en la amistad sin monedas; y en el volverse a ver así pasaran los años y las tormentas.
Y mientras, yo aquí, sentado sobre las piedras redondas, en un día gris, imaginando el saber que se esconde a los ojos de la memoria; quizá como última forma de orgullo.
¿Y si fuera yo el eslabón perdido entre la luz que produce la imaginación y un sistema que se consume en el olvido? Me gustaría destronar la apatía que nos envuelve, que nos desangra, y emprender el viaje ancestral hacia la fórmula del conocimiento.
En la cala existe una cifra dibujada en la roca.