Pues resulta que la película favorita para ganarlo todo este año está distribuida por Netflix y puede uno verla sentado en el salón de su casa. El cine definitivamente no está cambiando, sino que ha cambiado.
El archiprestigioso Alfonso Cuarón retrata con esta película costumbrista, desgarrada y vital una buena parte de su propia vida, poniendo el foco en una sirvienta de un barrio de nivel adquisitivo medio-alto de Ciudad de México. Las vicisitudes de la época y las convulsiones sociales y políticas maravillosamente ambientadas ayudan a hacerse una idea bastante fidedigna de lo que fue la infancia del propio autor total de la obra, que rinde homenaje a las mujeres que lo criaron en un auto homenaje que tiene bastante de pretencioso, mucho de preciosista y que en humilde opinión de quien suscribe, puede que influya la lejanía localista, una historia que no llega a enganchar del todo.
Reconociéndome interesado por las pequeñas historias, de esas que a veces catalogan como “de las que no pasa nada y el transcurso del tiempo es a cámara lenta”, como es el caso, Roma se recrea en el retrato de la época y el lugar poniendo como excusa el acento en Cleo, su protagonista, describiendo con detalle hasta el más mínimo movimiento cotidiano de su día a día, más con tono de “Gran hermano” cuasi documental que como cine al uso.
La calidad fílmica es innegable, con encuadres portentosos y fotografía en blanco y negro que nos transporta al México de los años 70 como si estuviésemos allí mismo; sin embargo, me pregunto cuánto de Mejor película del año puede tener para los académicos de Hollywood (10 nominaciones la avalan, incluyendo película, director y película extranjera) y cuánto de reivindicativo y políticamente correcto el hecho de tornar la mirada precisamente ahora hacia el país vecino que mira con estupefacción los movimientos fronterizos del presidentísimo Donald Trump.
En más de una ocasión nos hemos permitido filosofar desde esta ventana al cine sobre la brecha de lo que denominan “crítica y público”, como si los críticos no fueran de carne y hueso y el público no tuviese su criterio por el hecho de ser menos entendido o interesado en ciertos detalles. A riesgo de que me tiren cebollas y me manden sicarios a casa desde el gremio, tengo que reconocerme en el bando de los que se hacen llamar “público” si eso supone no alabar la obra definitiva de este autor con mayúsculas, que lo es, pero que en esta ocasión y reconociendo los quilates de este notable trabajo, no llega a entusiasmarme.
Pronto veremos si en yankilandia, más en concreto en la que llaman “La Meca del cine”, están muy empeñados en quitarme la razón resaltando las excelencias de un Cuarón al que ya han abrazado en más ocasiones. Pero el gusto es como el culo: cada uno tiene el suyo…