Los largos días de verano permiten ocuparlos con múltiples actividades. Esta calurosa estación yo la asocio con largas tardes de lectura. Aún recuerdo un verano de juventud en la que me leí, en letra menuda, “Guerra y Paz” de Tolstoi y “Los hermanos Karamazov” de Dostoievski. Este año llevo ya una buena cantidad de libros leído y releídos. El último ha sido “La relación del arte con la naturaleza” de Friedrich Schelling. Encontré esta obra en una tienda de libros usados y de ocasión en Granada. Por el módico precio de un euro conseguí una joya de la filosofía alemana.
Siempre me ha interesado el movimiento romántico. Fue una lógica respuesta a la fría y distinta corriente mecanicista que inició Descartes y continuaron los utilitaristas. Entre los románticos el personaje clave fue Goethe. Además de sus altos dotes para la poesía, el teatro y la ciencia, el sabio alemán contaba con una extraordinaria capacidad para detectar el genio en los demás. Más bien podría decir que actuaba como un imán que atraía a los mejores pensadores hacia él. Así llegó su amistad con Schiller quien, a su vez, le presentó al joven filósofo Schelling. No tardo mucho Goethe en quedarse impresionado por los primeros libros de Schelling y le recomendó para que fuera nombrado profesor en la famosa Universidad de Jena.
Mientras leía la aludida obra de Schelling iba asociando sus ideas con las mías. Sentí un especial estremecimiento cuando en la introducción crítica a “la relación del arte con la naturaleza”, -escrita por Alfonso Castaño Piñan-, se decía que la filosofía de la naturaleza fundamentada por Schelling “nos muestra que el mundo está animado por un principio vital inmanente, que enlaza la naturaleza orgánica con la inorgánica en un organismo de la totalidad: este principio es el alma del mundo” (Anima Mundi). Pocos son capaces de sentir este principio vital y, -como expone el mismo Schelling en las páginas de esta obra-, les resulta imposible ver las cosas en su esencia, sino sólo en su forma vacía y abstracta. Esto conduce a que la naturaleza nos le diga nada, ya que no logran conectar con el Anima Mundi. Como consecuencia de esta desconexión con el mundo sensible y sutil, la naturaleza se le aparece como algo muerto e inerte y, por tanto, “jamás podrá alcanzar aquel profundo proceso, semejante al químico, gracias al cual, como acrisolado en el fuego, nace el oro puro de la belleza y la verdad”.
Al meditar sobre las palabras de Schelling acudían a mi mente el recuerdo de los árboles mutilados en el entorno de la Catedral, la basura esparcida por nuestros montes y por todo el borde litoral de Ceuta, así como la extensa superficie de zona forestal que hemos perdido en los últimos incendios acontecidos en Ceuta. Dentro de estos estos actos subyace esta visión denunciada por Schelling que no detecta en la naturaleza nada más que objetos inanimados. Un árbol no deja de ser para muchos un elemento del mobiliario urbano que puede ser cortado, mutilado o trasladado a otro lugar según les convenga. Tampoco merece el más mínimo respeto un nido de golondrina o vencejo, o la zona de nidificación de las gaviotas de audouin. Y qué importancia tiene para muchos los ejemplares de limoniums que con sus bellas flores lilas aportan belleza a los acantilados ceutíes. Es tan poco el respeto que se les tiene que algunos arrojan todo tipo de residuos, incluso chasis de vehículos que terminan en la playa.
Vivimos en un época de auténticos desalmados. Quien ha perdido la consciencia de su propia alma es imposible que pueda mantener una conversación con el espíritu de la naturaleza. De igual modo, le resultará imposible acercarse a la belleza y a la sabiduría de todo lo que nos rodea. La belleza, en palabras del propio Schelling, es “lo infinito, representado de un modo finito”. Por este motivo el cielo estrellado nos parece, a algunos, la estampa más bella que un ser humano puede contemplar. Este mismo sentimiento hizo que Ralph Waldo Emerson escribiera en el primer pasaje de su obra “Naturaleza” “que si las estrellas aparecieran una noche cada mil años, ¡cómo la adorarían los hombres y las preservarían en recuerdo de la morada de Dios que les fue mostrada! Pero esas emisarias de la belleza vienen cada noche e iluminan el universo con su admonitoria sonrisa” ¿Por qué entonces no aprovechamos la constante oportunidad que nos ofrece la naturaleza de gozar de su belleza? Comentaba a este respecto el psicólogo Robert Johnson en su obra “Éxtasis. Psicología del gozo” (1992) que la necesidad de éxtasis forma parte intrínseca de la condición humana. Es algo básico y si no colmamos esta necesidad de forma legítima, lo hacemos forma ilegítima. Esto explicaría, en opinión de Johnson, el caos de la cultura moderna y la adicción a todo tipo de drogas.
De las formas de alcanzar la deseada altura emotiva la más saludable y placentera es el contacto con la naturaleza. El hábito de pasear en el medio natural ha sido una costumbre común a los más excelsos pensadores y escritores que ha dado la humanidad, como Rousseau, Rimbaud, Nietzsche, Kant y Thoreau. Todos ellos bebieron de la fuente de la eterna juventud que se presenta a quienes se acercan a la naturaleza con expectación, entusiasmo y asombro. El arqueólogo Winckelmann, -nos recuerda Schelling en la obra de la que venimos tratando-, comparó la belleza con el agua, que, sacada de la fuente, cuando más insípida es, más saludable se considera. Llegar al fondo de la fuente de la vida, donde el agua es más pura y limpia, no es una tarea fácil. Sólo lo logran aquellos que no se distraen con el reflejo de su propia imagen en la superficie del agua, como le sucedió a Narciso, y se da cuentan de que mientras la corriente de la fuente se desliza, la eternidad permanece (Thoreau).
Nuestra salud depende, en gran medida, de la conexión que establezcamos entre nuestra alma individual y el Anima Mundi. Si hacemos memoria, algunos de nuestros mejores recuerdos están unidos a los encuentros extáticos con la naturaleza. Recordamos el sonido del mar y el soplido del viento; la sensación de frío en la montaña y el calor en la playa; la visión de los paisajes y de eclipses lunares como el que disfrutamos esta semana; el sabor del agua pura y de un buen pescado; o el olor de las algas marinas o el del mentolado aroma de la resina de los pinos. Merece la pena hacer el esfuerzo de reactivar nuestros sentidos dormidos y recordar los momentos de éxtasis que nos otorgado la naturaleza. Si nunca los ha tenido te estás perdiendo lo mejor de esta vida, pues, como dijo Kierkegaard, “La vida no es un problema que tiene que ser resuelto, sino una realidad que debe ser experimentada”.
El Anima Mundi envuelve y empapa todo lo que vemos. Es un principio vital universal que interacciona con los componentes del paisaje local para dar como resultado el particular espíritu del lugar. Ceuta, como ya hemos comentado en otras ocasiones, exhala una esencia de enorme fuerza y belleza. En nuestros paisajes son visibles arquetipos básicos de nuestra psique y del cosmos. Contemplando el Estrecho desde la cima del Monte Hacho uno descubre el mandala o círculo mágico que equilibra las fuerzas del universo y de nuestro mundo interior. También es posible devolver a la conciencia la pugna entre el principio masculino y femenino, representados de manera arquetípica por esos dos mares de distinta temperatura y salinidad que se unen en las aguas de Ceuta. Este también ha sido el punto donde muchos mitos clásicos y medievales han ubicado el árbol de la vida o la fuente de la eterna juventud. Deberíamos sentirnos muy felices de poder vivir en un lugar en el que, como lo describió Ulises durante su estancia en la cercana isla de Oggigia, “hasta un inmortal se hubiese admirado, sintiendo que se le alegraba el corazón”.
Por desgracia, como dijo Schelling, muchos han perdido la capacidad de asombro ante los espectáculos que nos ofrece la naturaleza. Se requiere altos dosis de entusiasmo, es decir, de conectar con el centro de nosotros mismos para apreciar el Anima Mundi y el espíritu del lugar. Paisajes como los de Ceuta facilitan la manifestación de nuestra propia alma, “sin la cual el mundo sería como la naturaleza privada del sol” (Schelling). La naturaleza actúa como un espejo que devuelve la verdadera imagen de lo que somos o podemos llegar a ser. Nosotros necesitamos a la naturaleza, como ella nos necesita a nosotros para que nuestras palabras u obras de arte manifiesten su bondad, verdad y belleza. Nos podemos seguir maltratándola ni deformando su imagen, pues esta deformación será la de nuestro propio ser. La pupila de nuestros ojos es tan profunda y oscura como el firmamento. La luz, los colores y las formas que penetran a través de esta pequeña apertura a nuestro interior son los que logran despertar el alma. La suma de estos despertares son los que pueden lograr la revitalización del Anima Mundi.
Joder.
Menudo tostón.