No sé si es la edad o la experiencia lo que me ha vuelto pesimista. Supongo que el sueño en un mundo mejor va desvaneciéndose al mismo tiempo que lo hacen tus aspiraciones personales. Todos llegamos a un punto en el que los sueños de la infancia y la juventud chocan con el muro de la realidad. Un síntoma de madurez es asumir este hecho con serenidad y amoldarte a lo que realmente eres y vivir de la manera más plena y rica que puedas. Asumiendo que nuestra capacidad individual para convertir el mundo en un buen lugar para vivir es escasa prefiero vivir en él, sea bueno o malo. No se trata de desentenderse de lo que sucede a nuestro alrededor ni de rendirse ante la destrucción de lo que amas, sino de exprimir todo el jugo de la vida y no dejar ni una gota en el vaso. Nuestra posesión más valiosa es, sin duda, la vida. La recibimos y la damos sin que tengamos plena conciencia del gran milagro que es vivir.
No obstante, hay muchas maneras de estar en el mundo. Por desgracia, hay una inmensa cantidad de personas cuya única preocupación es sobrevivir. El hambre, la pobreza, la guerra, el terrorismo o el fanatismo son una amenaza permanente para un sector importante de la humanidad. Pocos somos los que tenemos el privilegio de nacer, crecer y trabajar en unos países democráticos en los que priman la libertad y consideran el acceso a la educación y a la salud como un derecho básico. Esta ancha distancia entre países ricos y pobres es la que explica el creciente fenómeno de los movimientos migratorios.
Si miramos con mayor detalle la realidad de las naciones que consideramos avanzadas, como la nuestra, nos damos cuenta de que hay muchos conciudadanos que lo están pasando realmente mal. Los jóvenes no encuentran un trabajo conforme a su formación y cuando quieren hacerlo ya les dicen que son demasiado mayores. A los que por motivo de la crisis les obligaron a tirarse del tren en marcha no le han dejado a volver a subirse al vagón de los privilegiados que tienen un empleo. Incluso con un trabajo más o menos estable muchos no pueden gozar de una vida sin apuros, ya que los sueldos están muy por debajo de las necesidades económicas mensuales. Aun así no nos queda más remedio que tirar para adelante y vivir de la manera más digna que podamos.
Pienso que todos los seres humanos nacemos con la vocación innata de ser felices. La felicidad es un estado interior casi siempre inestable. No existe la felicidad permanente, ya que también por naturaleza somos inconformistas. Esto no quita que haya una posibilidad de encontrar una fuente a la que acudir cada vez que nuestras reservas de salud y felicidad desciendan.
Para mí esta fuente de la vida es la naturaleza. Conectar con el lugar en el que uno ha nacido y vive es hacerlo con tu propia esencia interior, con la parte salvaje de nuestro ser. Apreciar los paisajes que nos rodean, escuchar los sonidos de la naturaleza, paladear sus frutos, sentir en tu piel el calor, el frio o la humedad son placeres que te devuelven la felicidad perdida en el continuo desgaste que produce rozarte con una sociedad anestesiada, conformista y desangelada.
Si por algo nos gusta marchar por la naturaleza es por lo que aprendemos de nosotros mismos. La naturaleza es el espejo que nos devuelve nuestra verdadera imagen. Intentando aprender sus leyes descubrimos las que gobiernan nuestro mundo interior. Entiendo que para muchas personas este tipo de acercamiento puede considerarse una pérdida de tiempo. Un tiempo que bien podría dedicarse a seguir ganando dinero, méritos para el reconocimiento social o, simplemente, perderlo delante de una pantalla del tipo que sea. Cada uno es libre de hacer con su vida lo que le plazca, incluso desperdiciarla.
Tengo la sensación cuando leo a la naturaleza ceutí de que muchas de sus páginas se han borrado por la mano inconsciente de nuestros antepasados
Lo que no considero tolerable es que la insatisfacción de algunos -para la que sólo encuentran alivio con la obtención de poder y dinero-, suponga la aniquilación de la verdadera fuente de la felicidad y la vida. Con cada árbol que derriban, con cada bocado que dan al paisaje y lo desfiguran, con cada monumento que se deshace por falta de cuidado, se pierde para siempre la posibilidad, como decía Thoreau, de leer la poesía y la mitología escrita en el gran libro de la naturaleza.
Cada día me interesa más conocer la naturaleza primitiva que tuvo Ceuta. Tengo la sensación cuando leo a la naturaleza ceutí de que muchas de sus páginas se han borrado por la mano inconsciente de nuestros antepasados. Me entristece pensar que las mejores páginas de la gran epopeya que es Ceuta se han perdido para siempre y que nunca podré disfrutar leyéndolas.
De este sentimiento nace un doble esfuerzo: la defensa de todo lo que queda de valor en el territorio ceutí; y el trabajo de descifrar el lenguaje del espíritu de Ceuta a partir de los versos sueltos que han quedado escritos en el paisaje, la naturaleza y el patrimonio cultural. No quisiera que quienes hereden Ceuta desconozcan el placer de pasear por determinados parajes de esta ciudad mágica y misteriosa. Quizá el primer paso sea inculcar a nuestros niños y jóvenes el amor por la naturaleza para que el día de mañana, cuando alcancen la madurez, se conviertan en personas comprometidas con su protección y conservación. Gracias a este sentimiento de aprecio por el entorno natural serán más felices y desarrollaran su capacidad de emoción, formulación de ideas e imaginación creativa.
La propia salud de la democracia depende de esta asociación con la naturaleza. A esta conclusión llegó al final de su vida nuestro querido Walt Whitman. Antes de partir, -como dejo escrito en la última entrada de su diario-, quiso dejar testimonio de una muy vieja lección y requisito. Esta lección dice que la democracia, cada día más afectada por un vida artificiosa, “debe ser revitalizada por un contacto regular con la luz exterior, el aire, el crecimiento, las escenas de granja, los animales, los árboles, los pájaros, la calidez del sol y la libertad de los cielos; en caso contrario indudablemente decaerá y palidecerá”. La naturaleza, tal y como nos recordaba el sabio Whitman, es la fuente de la salud y la belleza, así como los cimientos de la religión, la política, la ciencia, la cultura y el arte del Nuevo Mundo que podemos construir entre todos.
El Nuevo Mundo que imaginaban nuestros amigos los trascendentalistas (Emerson, Thoreau, Whitman, Geddes, etc…) está basado en los cimientos a los que acabamos de referirnos y que se concretan en los conceptos de la bondad, la verdad y la belleza. Como dijo Thoreau, la naturaleza no es otra cosa que bondad cristalizada. El cosmos surgió como un acto de amor desinteresado y se mantiene destruyéndose y creándose en el mismo instante impulsado por este mismo sentimiento. La naturaleza nos aporta todo lo necesario para vivir, pero no contenta con permitirnos la vida también nos brinda la posibilidad de alcanzar la sabiduría y disfrutar de una belleza siempre cambiante.
A pesar de todos los contratiempos que sufrimos en la vida, de todos los desengaños, de toda la ignorancia que nos rodea y de todos los fracasos personales encontramos alivio en el hecho de que, -tal y como termina un conocido poema de Whitman-, “estamos aquí, que existen la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama, y que cada uno de nosotros podemos contribuir con un verso”. El simple pensamiento de que la vida es un regalo maravilloso y que todos y cada uno de nosotros es un ser único e irrepetible constituye el primero hacia la felicidad. Formamos parte de una larga cadena de vida que va desplegando en su avance un drama vital cuyo desenlace desconocemos. Todos tenemos un papel que desempeñar en esta función y de nosotros depende completarlo. No podemos dejar margen al miedo escénico, pues la vida es corta y la oportunidad única. Hay que tener confianza en nosotros mismos y saber escuchar lo que nuestra voz interior nos va indicando que debemos hacer para cumplir con nuestra misión.
He empezado este artículo con un tono pesimista, pero quisiera terminarlo con un mensaje más positivo y esperanzador. Creo que es posible despertar, abrir los ojos y ver el mundo en su verdadera esencia. Si no confiara en esta posibilidad no tendría sentido vivir y luchar por lo que uno cree. Nos han convencido de que no hay alternativas al mundo ideado y ejecutado por unos pocos. También han logrado que perdamos la confianza en nosotros mismos, pero no han extinguido del todo nuestra capacidad de resistencia. El precio que debemos pagar para liberarnos del yugo impuesto por el complejo del poder es muy alto. Supone renunciar a buena parte de la cultura del confort que nos han inoculado desde pequeños. No va a resultar nada fácil alterar nuestras costumbres, deseos e ideales. Pero puede hacerse, la historia así lo demuestra. Puede que bajo la presión de una catástrofe inminente la humanidad se capaz de reaccionar y desprenderse de un modo de vida destructor de la tierra y del alma humana.