El Guille era el benjamín de la familia Bermúdez; y quizás esta circunstancia le hizo ocupar un lugar donde los otros hermanos no podían asomarse... Guillermo creció libre en el seno de su familia como crecen sin límites las malvas en el campo. La prisa nunca estuvo en su diccionario; así como el enfado o la pelea con algún otro chiquillo. Guillermo siempre me recordó al pan caliente, crujiente y tierno recién sacado de los hornos de las tahonas. Sí; Guillermo está hecho como su madre Mariquita para la bondad y la ternura. En su alma no habitó nunca la maldad, ni siquiera en los desencuentros de algún “rebote” que pudiera ocasionarle algún juego. No sé si alguna vez tuvo alguna riña, pero yo he de confesaros que jamás la presencié ni tengo toda la conocimiento de ello.
Guillermo, son de esas clases de niños que han nacido para ser niños vida... Yo siempre me he preguntado, ¿qué misterio esconde en su alma, que hace que la inocencia aparezca en su rostro como una seña de identidad indeleble al paso de los años? Siempre que hablo con él, es el mismo Guille de hace cinco, diez, quince, veinte o treinta años... Es un ser inmutable, no tiene cambios ni se muda; todo en el fluye como un arroyo fresco y claro que bajara de alguna montaña mágica allende la niñez...
¡Oh, Guillermo! Yo te he visto en los días de lluvia correr con tus botas de agua y meterte por todos los charcos sin olvidarte de ninguno. Uno tras otros, los charcos que se anegaban tras la lluvia eran pisados y vueltos a pisar, hasta que tu madre te llamaba al orden desde la esquina del corredor de tu casa, a saber:
-¡Guillermo, Guillermo… ya está bien, ya está bien… que te estás poniendo chorreando!
Sin embargo, tú no atendías, absorto en salpicar y hacer levantar el agua hasta las aceras de los poyetes. Y los vecinos se reían, y tú provocabas con tus pisadas más acentuadas, que el agua se levantara aún más.. Quizás no lo sepas, pero yo te envidiaba esas carreras por encima de los charcos... ¡Dios mío, cómo envidiaba esas carreras entre salpicaduras y salpicaduras; entre risas y risas; entre felicidad y felicidad...!
También puedo contar que en los días de fuerte temporal nos íbamos a la escollera; y allí oteábamos la llegada de aquellas olas montañosas que rompían contra las piedras del rompeolas, inundando todo de espuma, salitre y agua. Tú te alzaba en una roca y cuando veías venir la ola gritabas:
-¡Ahí viene! Ahí viene!..
-Y nosotros, corriendo como centellas, intentábamos escapar de aquel golpe de mar y algas que sin remisión se nos venía encima. Al final, chorreando de los pies a la cabeza, nos íbamos para los pabellones, intentando en el calor de tu casa que se secara la ropa. Tu madre siempre nos miraba con resignación, y me decía:
-Anda, Castillo, vete al cuarto de baño y sécate, antes que te vea así tu madre y para qué queremos más...
Era cierto lo que siempre me apuntaba tu madre, Guillermo, porque con esa bondad natural -tan parecida a la tuya- me mandaba secarme el pelo y a que me pusiera alrededor del fuego de la copa de la mesa camilla para entrar en calor. Sin embargo, era una tarea perdida de antemano, a pesar de su empeñó; porque los niños de la Puntilla cuando más arreciaban los temporales y las olas se alzaban agigantadas como enormes montañas de blanquecinas espumas, más -en nuestra inconciencia- nos alegrábamos de los vendavales que azotaban nuestro litoral. Eran días de júbilo y de aventuras más allá del peligro que acechaba a nuestras imprudentes carreras a través de las olas y de los riscos de las rocas de granito con que se conformaban las escolleras...
Sin embargo, los niños ya se sabe, dónde existe un peligro allí están para tomarle el pulso a la situación. Aquellas carreras e idas y venidas, lanzados a todo correr por el hueco de los arcos que conformaban las olas en su rompiente, contra las rocas de la escollera de la primera alineación del dique de poniente -muelle de la Puntilla-, a todas luces era de tal temeridad, que sólo un batallón de ángeles y arcángeles que velasen por nosotros, impidió que salvo algunos rasguños y magulladuras propias de estas épicas batallas contra los temporales, hizo con su constante ayuda, que nunca nos pasara nada y saliéramos indemnes de tan osada y harto difícil prueba de valor, qué, como aquellos caballeros medievales: “de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”, se lanzaban en pos de incontables aventuras a través de campos y mares, para luchar contra malandrines y gigantes, y volver llenos de dones y fama para galantear a la imaginaria Amada-Dulcinea de sus sueños…
Guillermo, yo nunca he sido tan libre como tú, ni he estado poseído de tu bondad, ni he rozado la paz que tu espíritu roza todas las mañanas. Yo siempre he deseado ser tu amigo y copiar las cualidades que en ti están innatas desde tu nacimiento. Pero es difícil, y yo estoy desposeído de la sencillez que en ti están a granel. Cada año cuando regreso a Ceuta, paso a verte a tu casa, y apoyados en la baranda junto a tu puerta, como si los años no pasaran, recordamos todas aquellas pequeñas historias que de niños nos pasaron; y como en un tiovivo de imágenes pretéritas, vamos dando vueltas y más vueltas a cada una de aquellas viñetas que componen la película de nuestros recuerdos, y que a veces, sólo a veces, nos atrevemos a abrir de los baúles del tiempo...