Es generalmente conocida la “leyenda negra” que, sobre todo desde el Descubrimiento, colonización y evangelización de América, algunas potencias se inventaron contra España. Pero, se quiera o no, España ha hecho muchas e importantes aportaciones a Europa y al mundo. Sólo con su gran obra en América, sería suficiente para que los españoles tuviéramos que sentirnos honrados y orgullosos de que nuestros antepasados – en su gran mayoría extremeños que fueron las figuras más estelares – la hayan realizado, porque esa ha sido la gesta más grande y más universal jamás realizada por ningún otro país.
El problema está en que nuestros antepasados españoles sólo se preocuparon de acometer las grandes empresas, pero no de escribirlas. Casi siempre vinieron otros de fuera y recogieron los hechos a su imagen y conveniencia. Hasta del nombre de América se apropiaron, como fue el caso de Américo Vespucio, cosmógrafo y comerciante italiano que en 1507, mucho después que Colón, se arrogó su propio nombre para bautizar con él los nuevos territorios por el sólo hecho de haber dibujado su Universalis Cosmographía, en la que acuñó el nombre de América, en su propio honor. Y, tanto las potencias colonialistas que había en aquella época como las que emergieron después, no vieron nunca con buenos ojos que aquella inmensa obra la hubiera realizado España y no ellos. Por eso la han afeado siempre, tergiversado y desvirtuado, para desacreditarla o minusvalorar la gesta, porque nada hubiesen deseado más esos países detractores nuestros que realizarla ellos.
Empiezo por Europa desde el siglo VI. Ya San Isidoro de Sevilla (556-636), nos dice en su Sententia 1.3 C., 48-49, que los príncipes (reyes) deben favorecer a los pueblos y no perjudicarlos; no oprimirlos con la tiranía, sino velar por ellos, a fin de que su distintivo de poder sea verdaderamente útil, debiendo estar sujetos a sus propias leyes, porque sólo cuando un príncipe se sujeta a las leyes podrá exigir que las mismas sean guardadas y respetadas por el pueblo. Este espíritu de gobierno fue prendiendo primero en la política de la antigua Hispania, y después impregnó la forma de gobernar de los demás países europeos que también abrazaron el cristianismo. Por eso se dice que los orígenes de Europa fueron esencialmente cristianos.
Luis Suárez, en su libro «Lo que el mundo le debe a España», estima que la primera gran aportación española fue la conversión de la monarquía visigoda al catolicismo, por encima del arrianismo. Efectivamente, en el III Concilio de Toledo (año 589), los visigodos abrazaron el catolicismo, lo que les hizo someterse a la «Lex romana» y usar el latín en vez de la lengua goda. Aquello fue una cuestión clave para el devenir de Europa y la fortaleza de la Iglesia Católica de Roma. San Isidoro, diría aquello de «Feliz España, madre de príncipes y de pueblos», fue un claro ejemplo del papel que ejercieron los visigodos para salvar en lo posible la cultura clásica de toda Europa, perviviendo muchos años su legado.
La primera convocatoria de Cortes de las que se tiene constancia escrita es la efectuada por Alfonso IX de León en 1188, a la que más tarde se sumarían nuevas asambleas en 1202 y 1208, y que reunieron a los diferentes estamentos que componían la sociedad de la época, incluidos los representantes del pueblo. En la curia regia del Reino de León se incorporan representantes del pueblo. Así, León fue el lugar donde nació el primer parlamento europeo, cuya forma de gobierno se fue luego extendiendo a otros territorios de Europa.
El mismo Luis Suárez explica que en España el feudalismo no se dio en las relaciones de fidelidad entre vasallo y señor. Fue más avanzado. El vasallaje era un contrato que se ratificaba mediante juramento y solo por personas libres, en contraste con otros territorios europeos. Asimismo, en León nacieron, al restaurarse la legislación gótico-romana, las primeras leyes que permitían al siervo salir de esta condición, extendiéndose después al resto de Europa. Y los Reyes Católicos hicieron que España fuera el primer país donde se abolió la esclavitud. También en Castilla desde 1188, fue donde se crearon por primera vez órganos de representación de los tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, después germen del parlamentarismo europeo. Mucho antes de que en Inglaterra se constituyera la Cámara de los Comunes en 1258. Es decir, la separación de poderes se aplicó en España cuatro siglos antes del supuesto descubrimiento de Montesquieu.
Otra aportación clave de España en la Edad Media fue el propio mestizaje con musulmanes y judíos, que traían de Oriente algunas versiones del helenismo y de la sabiduría oriental. Gerberto de Aurillac, matemático y futuro Papa, usó un texto de al-Kwarizmi para trasladar a Europa los «guarismos» con el número cero, esto representó un avance para la ciencia. Misma vía usada para que los traductores de Toledo rescatasen el pensamiento de Aristóteles valiéndose de textos orientales. España fue, en definitiva, un puente entre Occidente y Oriente, del mismo modo que después lo sería para Europa y América.
Y España libró a Europa en 1492 del objetivo último que los árabes se habían marcado cuando el año 711 la invadieron: apoderarse también de toda Europa, a lo que por primera vez había puesto freno Carlos Martel en Francia, al impedirles entonces la entrada por los Pirineos ganándoles la batalla de Tours el año 732. Resulta indubitado que, habiéndoles obligado después los españoles a retornar a África, definitivamente salvaron a Europa de la segura invasión y apoderamiento de todo el continente.
Sin embargo, entre 1751 y 1772, en pleno apogeo de la Ilustración científica seguida por Francia, Inglaterra y Alemania, se editó la “Enciclopedia metódica” francesa por varios enciclopedistas, en la que el francés Masson de Morvilleirs, injustamente se pregunta: ¿Qué ha hecho y que se debe a España?. Respondiéndose: “Nada se le debe”. Fue exageradamente crítico con el papel de España en la historia de la humanidad, recogiendo: “Tal vez sea la nación más ignorante de Europa. ¡Las artes, las ciencias, el comercio se han apagado en esta tierra!. ¿Cómo pudo ser una tierra “apagada” el imperio de Felipe II, unos 31 millones de kms2, donde no se ponía el sol?. Ahí se ve cómo tergiversaron por completo la realidad más evidente.
Y, si es la “leyenda negra” contra la gran obra de España en América, que tantos detractores tuvo en principio, la historia le está haciendo justicia. Hubo, sí, abusos de algunos conquistadores. Pero sólo deben medirse con el metro histórico del tiempo en que se vivieron y las difíciles circunstancias que los españoles allí encontraron. Fueron muchos misioneros españoles los que allí trabajaron para sacar adelante las Leyes de Indias de 1542, que en muchos casos reconocían a los indios mejores derechos que a los españoles de la metrópoli. Esa discusión abrió paso al debate sobre los derechos humanos de los indios en los siglos XVI y XVII. Tales leyes fueron precursoras del Derecho Internacional y constituyeron una legislación vanguardista para su tiempo. Francisco de Vitoria, Francisco Suárez, Las Casas, Ginés Sepúlveda y otros teólogos y juristas españoles fueron algo así como los padres del Derecho Internacional, que luego se expandió a América, Europa y resto del mundo.
Pero en los siglos XX y XXI se empezó a poner en valor aquella gran obra de España en América. Así, el 21-02-1925, el mejicano Víctor Pradera publicaba en ABC un artículo del que extraigo lo siguiente: “Hace unos días experimenté una agradabilísima sorpresa. Robertto Ricard, publicista francés, pronunció en el Ateneo de San Sebastián una conferencia sobre Hernán Cortés, reveladora de su buen sentido crítico y de su espíritu de justicia. Porque reconociendo que existía una leyenda negra de la conquista española de América por parte de los filósofos franceses del siglo XVIII, Ricard fue justiciero, porque denunció cómo abusaron los enciclopedistas enemigos de España.
Ricard no es un caso aislado. Hoy el mundo está en franca reacción sobre la obra de España en América. Tanto como a España se injurió, hoy se la ensalza. Se ha publicado hace poco tiempo una monografía de Bolívar, orientada en el mismo sentido de reparación que inspiró a Ricard su conferencia. Su autor es Marius André, que en su obra “La fin de l'Empire espagnol” había deshecho todas las patrañas que la ignorancia y la mala fe urdida contra la colosal empresa llevada a cabo por España en América.
«¿Es una tesis opuesta a otras tesis?», se pregunta Charles Maurrás en el prólogo de la obra de Marius André. «No –se contesta–. Es una rectificación superpuesta a ficciones.» Eso, «ficciones»: porque ficciones criminales han sido los relatos de la conquista de España en América escritos por sus enemigos. Gracias a Dios, yo no pasé ese sarampión de la aversión, o, por lo menos, de la piedad un poco despectiva hacia la madre patria. ¿Por qué había de dudar, si en su historia peninsular el genio español se me presentaba como el supremo de Europa? ¿Por qué el pueblo que llegó antes que ningún otro a la fórmula maravillosa de nuestras Cortes, que engendró al Justicia de Aragón, que desde su legislación más antigua subordinaba el poder regio al Derecho, que se unificó por amor y no por la fuerza, había de olvidarse de sí mismo fuera de su territorio?
España, que no exterminó –como otras naciones– las razas indígenas en los territorios que conquistó, las elevó hasta sí. España fue la gran «blanqueadora de razas». Pasados dos siglos desde la conquista de América, los indígenas se habían tornado blancos. En América ya no hubo dos razas, la conquistadora y la conquistada. No hubo más que una: la que resultó de la unión de aquellas dos. Los americanos eran los hijos de los conquistadores, llegados de España. Los españoles no se han fijado en esa colosal transmutación, cuando hoy mismo en donde las razas indígenas no han desaparecido exterminadas, se conservan separadas por infranqueables barreras, las dominadoras y las dominadas.
España inundó América de iglesias y escuelas. Introdujo allí la imprenta, un siglo antes que Inglaterra en sus posesiones, editó gramáticas y catecismos en todos los dialectos indígenas; sustituyó el violento esfuerzo muscular de los pobladores con las bestias de carga, ruedas hidráulicas y artefactos industriales; enseñó a los indígenas los oficios propios de su condición, el beneficio de los metales, la fabricación de tejidos, el curtido de las pieles, etc; importó animales, semillas y útiles para la agricultura; adaptó a las circunstancias la gran institución española del Municipio; promulgó el maravilloso monumento de las Leyes de Indias; y encendió esos dos faros del saber: las Universidades de Lima y de Méjico. ¿Que hubo violencias? ¿Que hubo injusticias?. ¿Qué país colonizador puede mostrar sus manos limpias de sangre?. Ninguno puede presentar, fuera de España, al lado del abuso, su condenación en las vehementes palabras de Las Casas, en la defensa de los derechos naturales de los indios, hecha por el gran Vitoria, y en la prohibición de la esclavitud por Isabel la Católica.
¿Para qué le valió todo eso a España…?. España nunca ha sido colonizadora. Ha sido algo más: ha sido civilizadora. El modo infalible de que las colonias no se emancipen es mantenerlas en su condición de atraso e ignorancia.
Esto es un secreto a voces, porque todas las naciones con imperio colonial –a excepción de España– lo han practicado. Pues bien; en el caso de nuestra Patria (Méjico), ni siquiera se produjo la separación por ansias de libertad de las colonias, una vez civilizadas.
Y entonces, ¿cómo explicar la independencia americana…?. Nuestras hijas de América se separaron de España – paradoja exquisita y gloriosa – ¡por amor a España!. Cuando esta conclusión surgió ante mis ojos a la lectura de “La fin de l empire espagnol”, experimenté un deslumbramiento intelectual, y un estremecimiento de orgullo. Lo primero, porque la tesis era evidente; lo segundo, porque de ella resultaba España más grande aún de lo que yo la imaginaba en la exexaltación de mis filiales amores”.