En las antiguas civilizaciones de las que trae su origen la democracia, ser anciano era tenido como signo de distinción, timbre de honor, alta consideración, respeto y cariño, lo mismo por el Estado, que por la sociedad y la familia. Incluso existía en su organigrama estatal el llamado Consejo de Ancianos, que servía de asesoramiento y orientación a los gobernantes; porque ser mayor entonces era sinónimo de sabiduría y un rico caudal de experiencia. Ya lo diría bastantes siglos después Russeau: “La vejez es el tiempo de practicar la sabiduría”.
Los mayores eran tenidos como portadores de los valores esenciales de la sociedad, como la tradición, los principios éticos y morales, las buenas costumbres, la moralidad y la familia. Al entonces “pater familiae” se le consideraba en su ancianidad como fuente primera de conocimiento y valioso instrumento de cordura, moderación, prudencia, mesura, sensatez, sabios consejos, remedios y soluciones para hacer frente a los problemas surgidos en la vida real. Y hasta hace no mucho tiempo, solía emplearse mucho el viejo aforismo de que “las personas y los pueblos que no respetan a sus mayores, no saben respetarse a sí mismos, porque un país que no valora su pasado difícilmente puede mirar hacia el futuro”.
Y ahora que estamos inmersos en un mundo mucho más civilizado y con más medios, cuando tanto culto se rinde a la investigación astral, a los viajes espaciales, a la velocidad supersónica, a la técnica digital, a la tecnología punta y a la juventud, pues aunque tales avances y jóvenes sean sumamente necesarios e imprescindibles porque ellos están llamados a ser el futuro de los pueblos, pues esa realidad no tendría por qué llevar aparejada luego la sistemática devaluación de los mayores. Y es que, en la época que vivimos, es casi consustancial con el progreso y con la juventud la indiferencia, la pérdida de estima, de respeto y de reconocimiento hacia nuestros mayores, sobre todo, si son ya ancianos y no pueden valerse por ellos mismos, que en muchos casos llegan a ser un problema para la familia, para la sociedad y ahora también para algunos políticos radicales que últimamente han emergido, y hasta un estorbo descaradamente confesado. Hoy hay mayores que, además de sufrir la incomprensión y el olvido de los hijos y de la familia, también sufren el de la sociedad que ellos mismos han sustentado con su trabajo, con sus esfuerzos y sacrificios.
Y tal desafección hacia los mayores, creo que trae causa de la pérdida general de valores y principios esenciales que siempre fueron norma de conducta y soporte básico sobre los que se han apoyado las distintas culturas, las sociedades y las familias. Surge de esa forma el conflicto y el choque generacional entre jóvenes y mayores sobre el papel social de los ancianos, con esa falta de consideración y respeto de ahora hacia ellos, que a menudo sufren incomprensión, desprecio, insultos, vejaciones y hasta maltratos físicos y psicológicos, a pesar de que antes dieron la vida a los jóvenes, los criaron, los mimaron y tanto se sacrificaron por ellos, siendo el origen y la fuente de vida de los propios jóvenes que ahora los marginan, los vejan y los repudian. Y este fenómeno viene dándose así, hasta el punto de que los expertos han venido en llamarlo el “envejecimiento sociogénico”, con el que expresan la presión ejercida por los jóvenes contra muchos ancianos por simple gerontofobia.
Pertenezco a la generación nacida en la postguerra, aquella horrenda y trágica Guerra Civil que nuestros padres y abuelos sufrieron. Nací en el que vino en llamarse: “Año del hambre”, que no era más que definir la que entonces se pasaba. La mayoría de los niños tuvimos que abandonar la escuela pública a los 14 años, para poder ayudar a sus padres, porque había familias que tenían que luchar a diario por la supervivencia. Aquellos niños cuando fueron mayores tuvieron también luego que ayudar a sus hijos y nietos, que por eso la mía fue también llamada la “generación perdida”. Era la España asolada de los años cuarenta, con las ciudades y pueblos semiderruidos, la de la economía completamente arruinada tras el derroche bélico que durante tres años nuestros antecesores tuvieron que soportar, aparte del profundo dolor y enorme sufrimiento de haber perdido la mayoría de las familias algunos de sus seres queridos en la cruel contienda entre los mismos compatriotas, muchas veces teniendo que estar frente a frente en las trincheras padres contra hijos, hermanos, familiares; con la sociedad dividida en las “dos España”, con inmenso odio entre ambos bandos, teniendo que sufrir el empobrecimiento, las calamidades y toda clase de privaciones tras haber tenido que soportar también la marginación y el aislamiento internacional. Nuestro país era una ruina en todos los aspectos.
Los jóvenes de mi edad de pequeños recibimos una formación muy exigua; no tuvimos becas y tampoco pudimos ir a su debido tiempo a la Universidad hasta que ya comenzamos a trabajar y nos pudimos costear nosotros mismos los estudios, que en la mayoría de los casos tuvimos que cursar alternándolos con el trabajo y teniendo que hacer numerosos esfuerzos, privaciones y sacrificios. Llegó luego el momento de formar nuestro propio hogar y de tener a nuestros hijos, que, por la propia obligación de padres, nos esforzamos para que a ellos nada les faltara de las muchas cosas que nosotros no habíamos tenido. Muchos de los jóvenes de hoy pudieron estudiar con becas y llevar una vida ociosa y regalada gracias al tremendo esfuerzo de aquellos mayores. quienes hoy ya somos viejos, con toda la carga peyorativa que algunos se empeñan en utilizar el término, entonces mimamos a nuestros hijos y los vimos crecer con la ilusión obsesiva de que a ellos nunca les faltara nada de todo lo que nosotros habíamos carecido. Pudieron terminar sus carreras o aprender un oficio, en bastantes casos habiendo podido hacerlo con becas, gracias a que el trabajo de los mayores y la justicia social ya lo permitían.
Pero aquellos hombres y mujeres que refiero, se pusieron a trabajar, con el tiempo fueron capaces de olvidar, terminaron estrechándose las manos y en 1978, lejos de lo que ahora sucede con los políticos jóvenes que últimamente han emergido al escenario político, ellos sí lograron ponerse de acuerdo para aprobar la Constitución, que nos lleva dados casi 40 años de paz y de bienestar como nunca antes los hubo. En muchos casos, los que hoy somos ya mayores, trabajamos más de 50 años. Y, con el trabajo duro y sacrificado de nuestros padres primero, y después con el nuestro, España se levantó y, entre otras muchas cosas, se crearon la Seguridad Social y las Clases Pasivas, con las que, al menos hasta ahora, venimos percibiendo la pensión para la que tantos años hemos cotizado, y que muchos abuelos han tenido que compartir últimamente con sus hijos y nietos (algunos quizá de esos de los que ahora tanto tiran al degüello a los viejos) para pudieran salir adelante en la profunda crisis que hemos padecido y de la que todavía no acabamos de salir. Particularmente pienso que eso, más que una carga o rémora para los mayores, es motivo de orgullo y satisfacción para quien lo haya podido hacer.
Pues después de lo anterior, resulta que ahora vienen algunos políticos de las últimas hornadas, jóvenes radicales ellos, los que dijeron que “desde la tierra pretenden asaltar el cielo”, y por el hecho de haber perdido en las últimas elecciones del 26-J más de un millón de votos, pues no se les ocurre otra cosa que la de echarles la culpa a los “putos viejos”, según sus propias expresiones vertidas en algunos medios y redes, en las que tan perverso calificativo a los mayores lo repiten hasta unas diez veces que omito para no herir demasiado la sensibilidad de los lectores y por cuyas soeces expresiones les pido disculpas por tener aquí que reproducirlas, a la vez que me avergüenzo de que jóvenes universitarios pertenecientes a la generación más titulada de todos los tiempos, que buena parte de ellos han podido estudiar con las facilidades que les ha dado el estado del bienestar, pues no sean capaces de distinguir entre lo razonable y lo ridículo, para lo que ni siquiera hace falta haber estudiado, con tal de insultar de forma tan despiadada, con tanto odio, tanta falta de respeto y de forma tan grosera e innecesaria a las personas mayores, hasta el punto de pronunciar o escribir algunas frases como las siguientes: “Qué ganas de que pasen 20 años y se mueran los putos viejos. Vosotros acabaréis en la urna, para que nosotros ganemos las urnas. Que vivan si quieren, pero que no voten. Con la jubilación debería venir la baja en los sistemas de votos. Hay que eliminar las pensiones a ver si los viejos la van cascando. A ver si recortando todo en sanidad se mueren. Somos un país gilipolla (dirigiéndose a quienes votaron a otros partidos), etc”. Ignorando, quizá, que con tan ineducadas expresiones ellos solos se descalifican.
Mención aparte merece las efectuadas también por un militante, un general ex JEME, quien textualmente ha vertido en un twitter, sin rubor: “«Buen día. Si hay algo deprimente es que la mitad de los electores no quieren ningún cambio. No creen en la ética, y eso… empieza a ser peligroso». O sea, que, sabedor de que “las batallas ganadas tienen muchos padres, pero que las que se pierden son huérfanas”, pues va y se apunta con los suyos a estas últimas para “tirar balones fuera”, ahora que estamos en semifinales de la Championg, y al igual que sus compañeros de partido, echa la culpa de tan estrepitosa derrota sufrida en los viejos. Y todo ello por creer que han sido los mayores quienes se han atrevido a no votarles y a malograrles el célebre “sorpasso” con el que se supone que, tras haber alcanzado el poder, él hubiera sido designado ministro de Defensa; olvidando este buen hombre que la ética de la conducta en una democracia no es votar con el ordeno y mando al que él está acostumbrado, que eso sí que sería peligroso y poco ético si ocurriera, sino en dejar que cada uno vote libremente según su conciencia y propias convicciones. Más la ética de los comportamientos humanos, bien entendida, empieza por uno mismo, sabiendo discernir si es ético olvidarse del propio juramento que se ha prestado, basado en la ética militar de los hombres de honor formados en altos principios de entrega y servicio a los demás como los que representa la Institución de la que él parece haber abjurado.
Y, desde luego, que algo poco ético debieron ver en él, primero, sus jefes militares cuando tuvieron que cesarlo pasándolo forzoso a la reserva; y, después, los votantes de las ciudades y distritos electorales por los que se ha presentado, cuando por dos veces de forma tan contundente le han negado el escaño. Y eso, a pesar de que su caso - por ser ya casi de mi quinta - pues no es el que se representa en la novela de Casares, titulada: “Diario de la guerra del cerdo”, en la que se narra el “casus belli” entre los jóvenes y los ancianos, donde los primeros matan por odio a los segundos, sin caer en la cuenta de que los siguientes a quienes, en base a la tesis que los jóvenes defienden, pues también a ellos habría que aplicarles la guillotina de Robespierre en cuanto lleguen a viejos. En fin, que no es lo mismo mandar, que ser mandado, y por los jóvenes con los que tanto se congracia, jaleándolos con su: «Sigo implicado en este ilusionante proyecto en el que participa gente maravillosa. Esta es una carrera de fondo. ¡Adelante, que sí se puede!». Pues bien, allá cada uno con su conciencia y que también cada uno proceda como mejor crea; pero, por favor, no echen a otros sus propias culpas, ni maltraten a mayores que fueron los que más contribuyeron a sacar a España de la ruina para que ahora la disfruten los jóvenes.