La primavera en todo su esplendor, ¡Mayo!, y la ¡Cruz!, como símbolo de Cristo, el Salvador de los hombres... En Andalucía y en otros lugares de España, se celebra cuando llega el mes de mayo, la fiesta de la Cruz.
En nuestra ciudad, se copiaba también esta añeja tradición, celebrándose con alegría en muchos de sus antiguos patios. Y el nuestro, era uno de los afortunados donde esta costumbre, "La Cruz de Mayo", estaba bastante arraigada. Algunos de los chiquillos montaban una pequeñita en sus casas -Marianito*, el hijo de Pepa la «Mana», era el que tenía más gracia para estos menesteres, de tal suerte, que sus Cruces de Mayo eran las mejor adornadas y las más vistosas-, sin embargo, aquel año, montamos una para todos, debajo de la ventana del comedor de mi casa, junto a las exageradas flores blancas del trompetero que allí crecía. Fuimos, a la tienda de Manuela la «Valenciana», y le pedimos a Andrebet, varias cajas de madera -de las que contenían los botes de leche condensada del «Bebé Holandés»-; a continuación las colocamos simulando un pequeño altar, y llamamos a las vecinas para que lo adornaran con algunas telas apropiadas para la ocasión. Ellas, intercambiaban opiniones acerca de la mejor forma de engalanar aquellos irreverentes cajones de madera, y convertirlos en algo que realmente mereciera la pena a los ojos de los demás.
Así, que después de mucho discutir y de empeñarse cada una de ellas en cubrirlo con este mantel o con aquella colcha, Josefina, la madre de los Gaonas, trajo un enorme pañolón color marfil, que colocaron encima de una sábana vieja -qué socorridas aquellas sábanas viejas, que servían igual para un roto que para un descosido- que llevó mi madre.
El decorado parecía que iba tomando cuerpo, así que, de cada casa fueron trayendo motivos religiosos apropiados para adornar el escenario en ciernes: Maria«Machanga» e Isabelita, trajeron cuadros de la Virgen del Carmen y del Nazareno; África, una cruz de madera, con el Crucificado expirando, que enseguida colocaron en los más alto, a modo de capitel y en consonancia y significado con lo que se celebraba. A los niños, nos mandaron al huerto de Maria Vera, con «patente de corso», para decomisar cuantas rosas y demás flores pudiésemos «apañar». Así, que pasado un rato, aparecimos como bucaneros de un bajel pirata, con un cargamento de las más hermosas rosas, que se cultivaban primorosamente en el huerto transido de belleza y de sueños de María Vera. Nuestras madres, por esta vez en connivencia, no nos regañaron nuestro atrevimiento, sino al contrario, aceptaron nuestro arrojo con una sonrisa tácita de complicidad.
Aquí, y allá, de dispusieron jarroncitos y algún que otro vaso con agua, con los mejores claveles y geranios del patio; rojos como la sangre, para que sobresalieran contra el pañolón marfil de Josefina. Los niños aún tuvimos, como premio a nuestra inocencia, la oportunidad de colocar en todas las esquinitas del nuestro altar, los recordatorios de nuestra primera comunión.
La Cruz de Mayo no sólo quedó durante buena parte de este mes de primavera, adornando el rincón de mi ventana; sino que aún, continua imborrable en la memoria de mis recuerdos infantiles. Y de tal manera es así, que cuando abril deja la primavera en manos de mayo, como un instinto atávico, antiguo, sin saberse por qué, la nostalgia me toca con sus dedos, y en una noria de recuerdos vivos, me hace sentir los sentimientos de aquellos días donde unas mujeres y unos chiquillos, con rosas robadas y claveles y geranios rojos, levantamos la más sencilla, pero a la vez, la más hermosa Cruz de Mayo que nuestra imaginación alcanzara.
El tiempo en su imperturbable andadura marca nuestro devenir en la vida, para unos pareciera corto y para otros demasiado luengo; sin embargo, el tiempo nos hace contemplar la vida como un "tiovivo" que recorre nuestras días desde la infancia a la madurez como si fuese relatada en una sola secuencia, cómo si ya no hubiese pasado ni futuro, cómo si todo fuera un presente continuo que nosotros pudiésemos contemplar a nuestro antojo.
Es curioso, pero con los años, desde nuestra senectud, sentados a la puerta de nuestra casa, cuando echamos la mirada atrás, el tiempo ya no lo sentimos dividido por los años; sino que lo percibimos como fluyen extasiadas las aguas de un río en su viaje inacabable y eterno hacia el mar. Y, en esta nueva percepción del tiempo, contemplamos aquellas Cruces de Mayo, como algo íntimo que permaneciera más allá de los recuerdos y las vivencias, más allá de todo, más allá de nuestra propia alma.
¡Ah, aquellas Cruces de Mayo de nuestra niñez...!
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(*) Marianito, seguro que al igual que yo, cuando el calendario alcanza mayo, se acordara de aquellas Cruces de Mayo, que con tanto primor él mejor hacía; y seguramente de aquella primera afición a la primavera y a lo religioso, le vendrá su afición por los pasos de la pasión de Cristo; pues todos los años, a golpe de tradición, se le puede encontrar al pie de la Semana Santa de nuestra ciudad; y si esto fuera poco, en agosto, por la feria, lleva a su cargo la caseta, que como no podía de otra manera, se anuncia: La Trabajadera.