Si para algo ha servido el debate de investidura fallido de hace sólo unos días, creo que ha sido para poner de manifiesto (por enésima vez) las miserias de la política y de algunos políticos.
Y ya sé que no todos los políticos son iguales y que todavía quedan algunos responsables, íntegros, educados, honestos y honrados, que para nada tienen que darse por aludidos, porque a ellos les hago llegar mi mayor reconocimiento y consideración. Pero, desde luego, la mayoría de ellos, si continúan poniendo tan poco empeño por su parte en ser aunque sólo sea mínimamente serio, dialogante, mesurado, educado y correcto, es seguro que van camino de convertirse en una especie a extinguir. Y no quiero decir con ello que vaya a dejar de haber políticos, porque no sé qué tendrá el sillón de la política para ejercer tal poder de atracción, que los ciudadanos estamos ya irremediablemente condenados a tener que seguir soportándolos para siempre. Me refiero, sí, a los políticos de la talla de aquellos del siglo XX como: Donoso Cortés, Argüelles, Cánovas, Castelar, Sagasta, Azcárate, Francisco Silvela, Pi y Margall, Romero Robledo, Alonso Martínez, etc, que cuando estaban en el uso de la palabra hasta sus más avezados adversarios temblaban y hacían estremecerse el hemiciclo parlamentario con sus demoledoras intervenciones. Y no ya sólo por la calidad de su elocuente y brillante oratoria, sino también por su poder de convicción, por su capacidad de diálogo y por saber pactar y llegar a fructíferos acuerdos entre unos y otros.
Tampoco pretendo que el discurso parlamentario tenga que ser siempre moderado, pulcro, de tono comedido y sin que llegue a la confrontación; no es eso. En la vida parlamentaria y también en la social, incluso es bueno que surjan discrepancias y disensiones, y que quienes las tengan pongan en la defensa de sus postulados énfasis, entusiasmo, ardor, e incluso pasión, vehemencia y confrontación, porque pienso que cada uno es muy dueño de defender tenazmente sus convicciones y sus propios programas. Pero, por favor, háganlo educadamente, con cortesía parlamentaria, con decoro, con dignidad institucional y personal; sin acritud, sin animadversión, sin insultos, ni ofensas, ni descalificaciones. Si quien más grita o más insulta, no por eso lleva más razón ni está más en posesión de la verdad, sino que, precisamente, aun cuando la razón esté de su parte, sólo por ofender y descalificar al adversario la pierde y deja automáticamente de tenerla. Y no se imaginan el efecto tan perverso que hace en los electores que los políticos estén siempre peleándose y a la gresca, negándose a dialogar y negociar, anteponiendo ya de entrada radicales exclusiones, cordones sanitarios o líneas rojas. Hay que mirarse más a la cara y frente a frente, y no de reojo, con recelos, odios o resentimientos. Y no se arroguen el poder que no tienen de echar a la calle unos a otros, que es el pueblo el que tiene que quitarles y ponerles. En la vida, cada punto de vista o simplemente cada intercambio de opiniones y pareceres pueden se muy útil y necesario en la medida en que también lo son las relaciones humanas y la paz social. Y saber dialogar con voluntad de acuerdo, altitud de miras y sentido de Estado, es importantísimo. Y para pactar y negociar, no hay que anteponer el ideario o los intereses de uno sobre los demás, ni someter al contrario, sino que se debe ceder por todas las partes en aras del acuerdo, en beneficio a los intereses generales de todos y del bien común.
Decía Lázaro Carreter, que “los gobernantes deberían saber que el idioma es garantía de convivencia y de comprensión mutua. Es un instrumento esencial de la democracia”. Sin embargo, en los últimos tiempos, el insulto, la falacia, la ocultación de la verdad y la descalificación sistemática se han ido apoderando progresivamente de la lengua que utilizan nuestros gobernantes y representantes en los foros políticos, convirtiendo así el idioma en un medio de expresión chabacano, barriobajero y a veces hasta soez, que podríamos poner como ejemplo de lo que nunca se debería decir o hacer, sobre todo, si se tienen en cuenta valores generales y universales como la urbanidad, la cortesía parlamentaria, la educación y la ética en general. Los estudiosos de la lengua coloquial que ahora utilizan los políticos han subrayado frecuentemente el recurso a la atenuación en el discurso como estrategia de cortesía, como un deseo casi exigente de que los actos propios sean aprobados por los demás y como estrategia negociadora de conveniencia, fingiendo a menudo el hablante inseguridad, ignorancia o incompetencia para llegar a sus fines. La arrogancia, la soberbia, la posesión de la verdad absoluta y la denuncia feroz de los defectos del adversario, sean reales o inventados, constituyen el eje del actual discurso político. Y los políticos se las ingenian para negar lo evidente, para retorcer los votos presentando como victorias lo que sólo son fracasos, para imputar a los demás las faltas en las que el imputador es el que merecer ser más reprobado por lo mismo, para tapar sus propias vergüenzas y afirmar y negar una misma cosa y al mismo tiempo, a modo de los antiguos sofistas. En, resumen, cada vez más estamos ante un lenguaje de los políticos engañoso, pobre, ordinario y falaz.
Hacer crítica constructiva, señalar los defectos y los errores de los demás con miras a corregirlos o subsanarlos, es siempre válido, como también lo es la confrontación civilizada; pero el insulto, la ofensa o la descalificación personal, no. Muchos políticos no caen en la cuenta de que el insulto no pertenece al agraviado, pero sí dice mucho y mal del insultante. El lenguaje, que tan útil y necesario es para la convivencia y el entendimiento entre las personas y los grupos, puede zaherir y puede ser muy dañino y peligroso si es utilizado de forma torcitera y de mala fe. Porque, ¿cómo devolver o restituir luego el buen nombre y la dignidad a los insultados u ofendidos?. Los discursos de los actuales políticos, en general, están devaluando el rico lenguaje de aquellos políticos del siglo XX. La manipulación es otra de las constantes actuales. A muchos nos sorprende y nos dejan atónitos la demagogia, el sectarismo, las tergiversaciones, el menosprecio, las mentiras, los improperios y las frases degradantes que con demasiada frecuencia se intercambian los políticos, dado que ello favorece, propicia y promueve la crispación, las situaciones violentas y el enfrentamiento radical que tanto enturbia la paz y la convivencia. Se han perdido las formas y los buenos modales políticos. Las principales características del contenido del discurso político actual son la vanidad, la arrogancia, la soberbia, la autosuficiencia, la ocultación de la verdad, la mentira evidente y comprobable en muchas ocasiones y la grosería. Y ello no hace sino aumentar la crispación, enturbiar el diálogo, dificultar el acuerdo y el entendimiento. Y lo que España y los españoles necesitamos en este momento es que los políticos dialoguen con seriedad y rigor, con responsabilidad y auténtica voluntad de conciliar la política, llegar a acuerdos, unir esfuerzos y voluntades en torno al bien común de la Nación. Conciliar es, en suma, armonizar lo personal con lo profesional en la vida de las personas y las instituciones. Y eso es lo que los electores le están diciendo a los políticos, pero sin que éstos acaben de enterarse. No escarmientan; ellos van a lo suyo y los demás que se fastidien.
Los políticos del siglo XX, lo que sí usaban mucho era de la ironía parlamentaria, ahora tan ausente, que solía dar a la discusiones parlamentaria la frescura, la gracia y el ánimo distendido que necesita; pero jamás insultaban, ni ofendían, ni descalificaban a sus oponentes. Plutarco nos decía a comienzos del siglo II que la oratoria no es tal si no va acompañada de una razonable dosis de ironía; y también afirmaba que Cicerón cuando hablaba mortificaba a sus adversarios con expresiones hirientes, pero nunca ofensivas, ni calumniosas, ni insultantes; siempre enmarcaba sus asertos dentro de una exquisita educación y fina elegancia, que ello denota cultura e inteligencia. Pongo algunos ejemplos de ironía política, mordaz e incisiva, pero siempre enmarcada dentro del fino ingenio y la docta sabiduría. A Winston Chúrchil una diputada le espetó en la Cámara de los Comunes una frase repleta de inquina y odio: “Señor Primer Ministro -le dijo- si yo fuera su esposa, le pondría en el té veneno”. Y él, con sonrisa irónica en el gesto y finos modales en la forma, replicó: “Señora, y si yo fuera su marido, me lo bebería” (con tal de no soportarla). Y en nuestro país, en cierta ocasión, estando en uso de la palabra el diputado Juan de la Cierva, su oponente Sánchez Guerra, le reprochó: “¿Qué se puede esperar de su señoría, si es diputado por Mula”? Y el primero le replicó: “Pues anda, que de su señoría que lo es por Cabra”? (Con mi mayor respeto hacia la buena gente de ambas ciudades). En otra ocasión, se presentaron varias señoras a ver a Cánovas del Castillo cuando era presidente del Gobierno, y una de ellas le dijo: “¡Ay don Antonio, dirá usted que siempre le estamos molestando!”. Y él, con toda su gracejo malagueño, le contestó: “Señora, yo nunca me enfado por lo que las mujeres me piden, sino por lo que no me dan”. Indalecio Prieto, para tachar de anticuado a Gil Robles, le dijo en una interpelación: “Su señoría es de los que todavía lleva calzoncillos de seda”. Y Gil Robles le contestó: “No sabía yo que la esposa de su señoría era tan indiscreta”. Se guardaban entonces tanto las formas y la cortesía parlamentaria que Manuel Azaña, al reprender a otro diputado una grosería en su intervención, le dijo: “Perdóneme que me sonroje en nombre de su señoría”.
En fin, ya más en serio, en la vida parlamentaria, igual que en la institucional, en las relaciones sociales y hasta en las familiares, es hasta bueno que haya disenso, discrepancia, disparidad de criterios y hasta dura confrontación dialéctica siempre que sean constructivas y civilizadas. Eso es producto de las diferentes formas de pensar de seres humanos, que es lo que hace más enriquecedora la vida para que tenga más aliciente. Lo que no es ya de recibo es pretender el pensamiento único, o el axioma de que “quien no piensa como yo, está contra mí y es mi enemigo”, o que la lucha por el poder pretenda justificarlo todo. Luego, cada uno, en uso de su legítimo derecho de expresión y de opinión es muy libre de manifestar sus ideas, sus criterios y postulados. Pero el derecho a la libertad de cada uno, tiene necesariamente que detenerse allí donde empiece a lesionar la libertad y los derechos de los demás. Y lo que menos soportan los electores de los políticos es ver cómo con tanta frecuencia les mienten, les engañan y se pelean entre sí defendiendo sus propios intereses personales, en detrimento de los que son generales y del bien común. Los parlamentarios deberían ser el espejo permanente de conducta, comportamiento y educación en el que tendrían que mirarse el resto de los ciudadanos a los que representan. Pues aprendan a respetarse unos a otros entre sí, a respetar al Parlamento, a los electores que les han votado para que les resuelvan los problemas y, también, aprendan a respetarse a sí mismos. Es por ello que, por favor, póngase ya a trabajar en serio y de una vez por todas, dialoguen, pacten, lleguen a acuerdos, dedíquense a resolver los problemas de los ciudadanos, pero no a crearlos o a enquistar los que ya tenemos. En lugar de estar constantemente zarandeándose y perdiendo el tiempo en disputas absurdas y en discusiones estériles, trabajen más por dignificar la alta función, el decoro y la responsabilidad que la institución de su honroso cargo representa. Ojalá que alguna vez nos escuchen a los modestos y sufridos electores.