Si el verano está siendo caluroso nos espera un otoño no menos ardiente en el plano político. A la vuelta de la esquina nos vamos a encontrar ante un pulso a nuestro vigente modelo de organización territorial. Esta vez parece que el asunto va en serio.
La mayoría de los españoles estamos intranquilos ante la situación creada por las firmes aspiraciones independentistas de un sector importante de la sociedad y la clase política catalana. El escenario político parece claro. Al más mínimo gesto de declaración unilateral de independencia el Estado central va a actuar con contundencia, llegando incluso a tomar el control político de la Generalitat. Es lógico suponer también que los máximos responsables de este acto serán imputados y puede incluso que detenidos acusados del delito de sedición. Todo esto es lo que muchos imaginamos que va a suceder. Lo que no llegamos a adivinar es la reacción del pueblo catalán. Han sido muchos años calentando el ambiente con expresiones tan falaces como “España nos roba”, cuando el que las pronunciaba al poco tiempo tuvo que reconocer que había estado años y años evadiendo impuestos y toda su familia está investigada por casos de corrupción. Aunque el propio Artur Mas quisiera desactivar la bomba política que el mismo ha construido con ayuda de los independentista catalanas no creo que lo conseguiría. Al igual que resulta imposible volver a meter en la botella el gas de un refresco una vez abierto, tampoco es factible contener a una sociedad a la que se ha convencido que todos los males que padecen son debido a su pertenencia a España. Todos los seres humanos tenemos grabados en nuestros genes una clara tendencia al tribalismo. Nos sentimos seguros y reconfortados en el seno del grupo en el que nacemos y somos educados. Nuestra identidad se construye, casi siempre, en oposición a la de otros. El nacionalismo catalán ha encontrado su mejor caldo de cultivo en la continua comparación con el resto de territorios que forman parte del Estado español. Así como los catalanes se ven a sí mismos como emprendedores, trabajadores y cultos consideran al resto de los españoles como pasivos, perezosos e ignorantes que se aprovechan de su riqueza para dedicarse a la buena vida. Dentro de su nación catalana idealizada no podían existir casos de corrupción. Y los hay muy importantes. Es bastante llamativo el hecho de que esta repentina transmutación independentista de CIU coincidiera con la condena a su partido por financiación ilegal y el conocimiento de la presunta trama de corrupción que afecta a la familia del honorable Jordi Pujol. Estamos ante la emisión de una espesa continua de humo para tapar un complejo del poder corrupto hasta la medula. Un mal que no es exclusivo de Cataluña. Ni mucho menos. La corrupción en España no es un problema de unas pocas manzanas podridas, como se empeñan en transmitirnos los principales partidos políticos. Es un problema estructural con raíces tan profundas que resulta imposible extirparlo. Mientras que haya personas codiciosas y con ansias de poder habrá corrupción. Los corruptos a las que se graban sus conversaciones y terminan entre rejas forman parte del sistema. Ellos son los que corren los mayores riesgos y por eso se llevan un porcentaje importante del botín. Otros, por el contrario, van de decentes por la vida. Nunca saben nada, aunque sean los máximos responsables de su partido en su región o localidad. No saben quienes han pagado sus sedes, ni quienes financian sus campañas electorales, ni de donde salen el dinero que les entregan en un sobre como sobresueldo. Son los primeros en mostrar su indignación y su repulsa cuando alguno de sus “conseguidores” termina en un furgón policial. Así son las reglas de un juego en el que unos pocos ganan mucho y la mayoría perdemos en servicios públicos y en la conservación de nuestros más preciados bienes naturales y culturales. Cuando corruptos y corruptores se reúnen para planificar sus pelotazos inmobiliarios el que sale siempre perjudicado es el bien común. Zonas de alto valor ecológico y paisajístico son arrasadas para construir cientos y cientos de adosados, similares a los que querían plantarnos en el Monte Hacho; yacimientos arqueológicos son destruidos en pocas horas por las máquinas excavadoras; edificios de innegable interés patrimonial son dejados morir para facilitar su declaración de ruina, etc... Todo esto para que algunos puedan comprarse coches de alta gama, irse de vacaciones de lujo, de cacería o directamente de putas. No hay más que escuchar el lenguaje tan soez con el que se expresan los corruptos para darse cuenta de la catadura moral de esta panda de chorizos y maleantes. La corrupción es un mal que siempre ha acompañado al ejercicio del poder. Para aquellos que piensan que la corrupción es un fenómeno reciente aquí va un fragmento de la República de Platón: "Ni manejar oro ni plata.... porque si buscan el dinero se convertirán no en protectores y amigos de sus conciudadanos, sino en odiosos déspotas. Pasarán la vida entera aborreciendo y siendo aborrecidos, conspirando y siendo objeto de conspiraciones, temiendo, en fin, mucho más y con más frecuencia a los enemigos de dentro que a los de fuera. Correrán así de manera directa al abismo y se hundirán ellos y, con ellos, la ciudad y sus ciudadanos" (República, III, 417 a-b). Precisamente con el objetivo de evitar la fuerte tentación a la corrupción los padres fundadores de la democracia apostaron por un reparto igualitario del poder, ya que, como decía, Aristóteles es mucho más difícil corromper a los muchos que a los pocos. Pero con este reparto de poder que se ejercía mediante asambleas, el sorteo de los cargos públicos y la limitación de los mandatos no era posible impedir del todo la corrupción. La única más efectiva para evitarla era la participación constante de la ciudadanía en la vida política de su ciudad. Todos los ciudadanos estaban llamados a prepararse para “gobernar o ser gobernados”, según dejó escrito Aristóteles. Aquí reside, desde nuestro punto de vista, la clave de la democracia y la solución a la corrupción. No podemos conformarnos con este estado de continua dejación de nuestra obligación como ciudadanos. Ya vemos que sucede cuando delegamos nuestro poder cívico en unas pocas manos. Es hora de recuperar este poder y debemos estar preparados para ejercerlo de manera correcta. Todos y cada uno de nosotros estamos llamados a realizar un gran esfuerzo de autoeducación, autodirección, autoexpresión y autorealización. Es necesario que todos los ciudadanos adquirimos una sentido de la responsabilidad moral, ya que nuestra conducta individual afecta a la comunidad. Aquellos países que han alcanzado mayores cuotas de bienestar económico, ambiental y social son aquellos en los que sus ciudadanos tienen un alto grado de autorresponsabilidad. No necesitan que todos los días les recuerden a los ciudadanos sus obligaciones cívicas ni necesitan que les digan que el cuidado de sus bienes comunes es una responsabilidad compartida. Nadie tiene que amenazarles con multarles por arrojar residuos en la naturaleza, dejar las heces de sus mascotas en mitad de la acera, construir sin licencia municipal, molestar con el ruido a sus vecinos, aparcar donde les da la gana o tirar la basura fuera del horario establecido.