Los que nacemos en un sitio pequeño, con la frente estrecha, no entendemos que la Duquesa difunta no tributara por los más de 3.000 millones en que se estimaba su patrimonio, más que el 0,2 por ciento.
“Así ya se puede “, dirán algunos, “tener ese tamaño de rentas”, porque a la mayoría nos crujen pagando impuestos y si la empresa quiebra o se quema como la de Campofrío, nos echamos las manos a la cabeza por no echárnoslas al cuello, porque no sabemos cómo vamos a salir de la miseria. La Pantoja entra en prisión como la que va a hacer una visita , con barras metálicas que la guarden y coche de fórmula uno, que más parece que la Justicia tuviera que pedirle perdón por haberla metido entre rejas.
Los que nacemos en un sitio cortito estamos hasta las cejas de tonterías y de abusos, de pederastas y cibersexos en chalet de dudosa procedencia. No nos joroba la fortuna de la Duquesa, solo que tengamos que tributar más por una miserable renta o un escaso patrimonio que ella por todas sus fincas, juntas. Tampoco nos joroba que la Pantoja haya estado a punto de librarse, sino que aun entrando parezca que lo hace como víctima inocente, maltratada y ajada por los crueles periodistas, que la siguen como jauría de zombis, queriéndole comer hasta el apellido.
Somos de pueblo, ustedes y yo, porque pagamos nuestros cafés y nos sentamos en la plaza para ver pasar la gente, metiéndonos el índice y el pulgar en el bolsillo o la ranura del monedero para sacar un exiguo euro. Pero euro –al fin– que hemos sudado porque sudamos, barrenamos y abjuramos de todo lo que estamos viendo. Ya la corrupción nos aburre, los de Podemos nos resbalan y hasta los facebouses ya no son lo que eran porque cada uno va al ritmo que baila. La familia, bien gracias, que llegan navidades y estamos haciendo acopio, no de mariscos y gambadas, sino de garbanzos y lentejas huidos del banco de alimentos. La actualidad no importa, la Duquesa sí y la Pantoja también, que dan buenas teleseries y tienen vidas entretenidas, donde se divorcian y cobran, se juntan y cobran y no tienen, como Lidia, que vivir con una pensión de 300 euros y dos hijos en nómina fallecida. Somos de pueblos pequeños, entreveradas las sangres, endogámicas las aceras y con cronista oficial apegado al poder y reverenciando al poder, que en cada plaza hay un santo que guardar y un tonto que ponerle velas.
La corrupción nos da igual, las tarjetas se olvidan y lo importante es ir en cola procesional para ver a la difunta o estar horas sin sueldo de periodista, con la alcachofa en ristre para luego ver pasar a la diva, desgajada y envalentonada, en la ventanilla de un coche acelerado por el impulso. Hemos quedado para ser roídos por los perros, fagocitados por las noticias, desdentados por los sucesos y escanciados en ninguneidad, que no hay más anónimo que el que no trina, ni se manifiesta, sino que encima se reclina. Reclinatorio que recuerdan actos pasados, de franquista esencia, con muerto al bollo y nietos amantísimos saliendo en las portadas de prensa. Hay quien dará mucho que hablar, quien moverá ficha, quien llorará en rosa los miles de euros y quien tribulará solo un cochino 0,2 por ciento. Sillones que entronizan Ducados, cuadros que cuelgan de ellos, tizianos y goyas y rembrandts, nada de Julián Delgado, ni de Cecilio, ni de Naranjo, ni de Quirós que están en los cielos. Cielos de plazas de minas con el levante apagado, sin barrios del príncipe revolucionarios, sin moritas guapas de cuerpos desnudos, ni traficantes con perfilados ojos azules, ni duquesitas enlatadas.
Los que nacemos por la calle de en medio siempre encontramos vereda, si no de santos, de putos y si no de condenados. Después, o voceamos, o escribimos o cantamos cuplés o damos la berenjena que para esos somos catetillos, pringaillos y paga- impuestos, casta descastada de parias que nunca gobernará la tierra, lo más la abonará con estiércol de entrañas viejas.