Desde un punto de vista estrictamente legal, la imputación tiene lugar cuando el Juez atribuye a una persona la indiciaria participación en un acto posiblemente punible. Un imputado goza legalmente de la presunción de inocencia y de los derechos de defensa, de información y de asistencia letrada, estando eximido de la obligación que recae sobre los testigos de decir la verdad.
En principio, pues, la imputación, con ser una carga, resulta algo que favorece procesalmente al imputado al otorgarle los mencionados derechos, por cuanto en sí no supone condena alguna, ya que ésta solo se produciría -si antes no se ha levantado la imputación- en el caso de que hubiera acusación y recayese sentencia condenatoria.
Hoy por hoy, sin embargo, está visto y comprobado que el mero hecho de imputar equivale en la práctica a un estigma irreparable que cae como una losa sobre la persona del imputado, especialmente cuando se trata de un político. La repetición de casos de corrupción sometidos a la Justicia ha llevado a los ciudadanos a un estado tal de indignación, que basta un mero auto de imputación para que recaigan sobre el imputado las mayores descalificaciones. Hace tan solo unos días, me dolió ver en televisión cómo la gente allí concentrada insultaba a Ángel Acebes, llamándole “ladrón” a su llegada a la Audiencia Nacional, a pesar de que lo que se le imputa es no haber parado una presunta operación de compra de acciones con fondos de la fantasmal “caja B” del PP, pero en ningún caso el haberse lucrado con ello.
Allá en los tiempos en que yo cursaba en Sevilla el primer año de Derecho, el hoy legendario (por su dureza) catedrático Francisco de Pelsmaeker nos explicó en clase que los romanos tenían un castigo especial para los delincuentes: la “capitis deminutio”. Si a algún ciudadano romano se le condenaba a dicha pena, podía perder la libertad y la ciudadanía (grado máximo), sólo la ciudadanía (grado medio), o únicamente algunos derechos (grado mínimo). La perdida de la ciudadanía romana convertía al afectado en una especie de paria.
En la actual coyuntura, una simple imputación equivale en la práctica a la “capitis deminutio media”, porque inmediatamente se exige que el imputado sea privado de su prestigio, de sus cargos, de su militancia, de sus condecoraciones, de sus bienes y de su honor, a la vez que a él y a su familia se les insulta y se les hace el vacío. Todos hemos podido ver en los telediarios la embarazosa soledad de la imputada Alcaldesa de Alicante durante las visitas a dicha ciudad de Felipe VI y de Rajoy. Si, además, se acuerda el ingreso en prisión, estaremos ya ante la “capìtis deminutio máxima”, porque la persona afectada pierde a la vez la libertad y la ciudadanía. Y eso a pesar de que el imputado, según establece la ley, goza del derecho a la presunción de inocencia. Algo falla, pues.
En los años 80 del siglo pasado, el entonces primer Presidente de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, Demetrio Madrid, socialista, fue imputado por cierto problema laboral surgido en una empresa de su propiedad. Se le forzó a dimitir de su cargo, y, al final, resultó absuelto. Pero su dimisión y su calvario ya eran irreversibles.
Ahora, por añadidura, la denuncia y la querella se están convirtiendo en armas arrojadizas hacia quienes ocupan cargos públicos. Se inician acciones penales por cualquier causa, por nimia que sea, a sabiendas de que una eventual imputación puede suponer para el afectado el desprestigio más absoluto, la “capitis deminutio” antes referida, y además., para la sociedad, la pérdida de determinadas personas válidas, honradas y preparadas para el desempeño de responsabilidades políticas, simplemente porque estorban a los propósitos de querellantes o denunciantes.
En consecuencia, y tal como están las cosas, me pernito sugerir -con el respeto que siempre me ha merecido la judicatura- que los jueces extremen al máximo su cuidado antes de dictar un auto de imputación, poniendo en la balanza las consecuencias de dicho acto. El descrédito y los “daños colaterales” que esa decisión puede ocasionar son demoledores, singularmente cuando se trata de un caso de segura repercusión en la ya de por sí enojada opinión pública nacional. Creo que la rocambolesca imputación de Ángel Acebes, persona seria y honrada donde las haya, a quien se ha calumniado a gritos llamándole “ladrón” en plena calle, y cuyo nombre se está mezclando irresponsablemente con los de otros que han sido imputados por posible lucro personal ilícito, es un claro ejemplo de cuanto ha quedado expuesto. .
Y conste que no defiendo a los corruptos, merecedores del mayor desprecio, sino a quienes, no siéndolo, están expuestos al riesgo de ser imputados.