En los concursos de Planeta hay una clausula que habla de la esperanza. Quizás esperanza de necios, pero al fin esperanza, como la de Leónidas de ganar a los persas en la segunda vuelta.
No fue fácil, ni que se dé esta clausula tampoco, porque es la que pone textualmente que hay una opción preferente para la publicación de la obra presentada a concurso. El otro día en un foro, leí que eso lo hacía la editorial para asegurarse que esa obra no fuera premiada por la competencia, dejándola condenada al olvido y me pareció tan cutre y tribal que estuve a punto de hacerle unas rimas. Porque nuestra vida son rimas que van al mar, bocanadas de evacuaciones corpóreas que van al mar, por desagües y alcantarillados, llenos de inmundicia. La vida nos atesora momentos dulces, momentos trágicos y algunos de irremediable decadencia. No nos estrangularán por no haber dado todo, sino por no mantener la mirada quieta, mientras nos ensartaban un palo en medio de la bragueta. Los traidores, los renegados, los idiotas, no, porque ellos llegan y prosperan, mienten y calumnian, pero permanecen, atados por los raigones del intestino a lo que tanto aprecian y que no les nubla el poco juicio, ni les agacha la cabeza, sino que encima enmarcan y enlucen, con lengua y saliva.
Somos de otra generación que nunca fue espontánea, porque nos ataban a una silla de madera y nos hacían leer el catecismo y pasar las tardes de tres a cinco, soñando con escaparnos a donde fuera que pudiéramos masticar esos cielos tan azules y esas murallas de piedra que nunca eran lo suficientemente altas. Nunca fuimos tan libres ni tan jóvenes como entonces, nunca tan seguros de la nada, ni tan cómodamente tendidos en la ignorancia. La proporción aurea se nos clavó en el alma y quisimos ser perfectos según ella, para ser socialmente queridos, pero ya no, porque como Fito nos valoramos en nuestras negaciones, nos lo decimos cada mañana, faltándonos al respeto y eso que ni nos vemos, porque hemos aprendió a mirarnos sin dar la cara.
Somos de una generación que precede a los grandes movimientos, que nació tras el mayo del sesenta, quedándonos lejos los hippies y ahora lejos los de Podemos, que somos aburguesados rojillos de salón que gateamos con los silabismos y nos recogemos a las diez , mientras haya luz del día. No damos el cante, porque está mal visto y si nos enfadamos nos lo echan en falta, viscerales y temperamentales como un buen amontillado, que no bebemos, ni gozamos, porque nunca nadie nos enseñó que beber es un arte, en una casa de abstemios impenitentes. Estamos aún con los zapatos gorila encasquetados, amartillados y los calcetines marrones hasta las rodillas y la falda austera y las ganas fugadas, con los hechos a cuestas.
Nadie se preocupará por nuestros huesos cuando estemos fuera, cuando caminemos por fuera y cuando hablemos por fuera, metáfora absurda de la clausula duodécima, que no es más que el prefacio de la vida, del destino y de la fuerza del sino, que Don Antonio intentaba endorsarnos en la biblioteca que las monjas tenían en la segunda planta. Niñas idealizadas y pijas, niñas finas que se convierten en mujeronas y duermen, el hábito de los tiempos vividos, sin nunca haber cursado más que los meses en calendarios establecidos. Concursos de la vida que tienen ganador tallado en un cuadro, en un busto o una tarima, y aún así guerreros que se prestan a un combate que nunca será ganado porque nació muerto, como las ganas, huidas.
El otro día, en un foro, no pude leer que alguien lo había conseguido, que había roto una lanza en Flandes y robado el virgo a una sirena. No lo hice, porque no entro en los foros de fantasía, porque soy tan real como las sílabas que transcribo, tanto como los traidores que nos pueblan, como sus miradas fijas en los flases mientras respiran, vida absurda, consursal, donde un nombre en una plica nada vale, porque se escancia en una papelera, aparcada al lado de la mesa de la secretaria, que diligente se subirá sus medias, que antaño fueron calcetines marrones, como lana tatuada.