Me siento a escribir este artículo a primera hora del mismo día en el que, con toda probabilidad, se aprobará inicialmente el futuro PGOU de Ceuta.
Los sentimientos que me embargan son los de tristeza, decepción y rabia. Tal estado de ánimo está motivado por la percepción de que estamos perdiendo una oportunidad irrepetible de establecer las bases de la Ceuta del mañana. Estamos en un momento clave de nuestra historia, no sólo local o nacional, sino también a escala mundial. Nuestro planeta lleva décadas mostrando síntomas de agotamiento por toda la presión y todos los daños que le está provocando nuestra especie. Hemos exprimido a la tierra hasta el máximo de su capacidad para mantener un estilo de vida en los países avanzados, que destroza la naturaleza y a nosotros mismos. Nuestra salud física, pero sobre todo psíquica, no ha dejado de mermar. Hoy en día se consumen toneladas de ansiolíticos y antidepresivos para intentar aliviar la neurosis que afecta a amplios sectores de la población. Como han demostrado cientos de estudios científicos, según recogen los investigadores Eva Selhub y Alan C. Logan en su libro El poder curativo de la naturaleza, buena parte de los problemas de salud mental tienen que ver con nuestra pérdida del contacto habitual con la naturaleza.
Frente a nosotros se abren varios caminos. Podemos seguir avanzado según los métodos y formas del pasado, sin dedicar ni el más mínimo esfuerzo a reconstruir el patrón general o reorientar la labor de las instituciones. Si continuamos esta senda el fin de la civilización estará a la vista y posiblemente también conseguiremos la extinción de cualquier forma de vida en este planeta. Pero tenemos otro camino alternativo que lleva décadas dibujándose y difundiéndose por los agentes más activos y comprometidos de la sociedad civil. Este camino es el de la renovación de nuestros ideales, la reeducación de nuestra mente y la reconstrucción de nuestro entorno. Es un camino cuyo trazado debemos abrir entre todos, superando la baja vitalidad, la avaricia, la codicia, el aislamiento, la especialización dolorosa y la regresión cultural hacia formas de tribalismos identitarios. Esta nueva senda que se abre ante nosotros es la de la plenitud, la conciencia integral, la ayuda mutua y, sobre todo, la del equilibrio. Un equilibrio que se debe dar entre población y capacidad de carga del territorio; entre lo construido y lo no construido; entre lo natural y lo artificial; entre el campo y la ciudad; entre medio ambiente y economía; entre el lugar y la gente.
Ceuta es la antítesis del equilibrio y lo es, entre otras cosas, porque no hemos llegado, como dijo Solón de Atenas, “a la percepción inteligente de la invisible medida, al hecho de que todas las cosas llevan consigo límites”. Es difícil establecer estos límites cuando los superamos en Ceuta en aspectos tan básicos como el tamaño poblacional y urbano. Pero el hecho innegable es que los hemos superado con creces, llegando a un punto de insostenibilidad social, economía y ambiental que requiere medidas complejas y urgentes. Este diagnóstico, al que se han venido sumando en los últimos tiempos la mayor parte de la clase política local, debería traducirse en una acción política y cívica activa a la altura de la magnitud del problema al que nos enfrentamos. Excepto nuestro informe sobre la evolución demográfica de Ceuta, que presentamos hace un año, no se ha impulsado ningún estudio sobre la sobrepoblación en Ceuta, a pesar del unánime compromiso plenario para hacerlo. Las conclusiones de estas investigaciones deberían estar presentes en el diseño de los planes económicos, sociales y urbanísticos –como el PGOU–, pero no lo están.
La explicación de la ausencia de referencias al equilibrio demográfico y urbano es muy sencilla. Toda nuestra civilización está orientada hacia un mismo objetivo: el crecimiento. Tal y como supo ver y describir el filósofo Gilles Deleuze, ya no quedan parapetos, puentes, límites. Estamos, en palabras de José Luis Pardo, “instalados en la avalancha, habitando el desbordamiento y no hay manera de fijar los límites y, por tanto, no se puede ya pensar a la manera antigua, donde era posible detener el movimiento y abordar las cosas en su evitabilidad”. Precisamente, si en algo se caracteriza la ideología moderna, es en la inevitabilidad del crecimiento. En este convencimiento colectivo apenas hay fisuras. Sin ir más lejos, aquí en Ceuta, todos los partidos políticos y agentes socioeconómicos coinciden en esta necesidad de fomentar el crecimiento urbano. Unos, con mejor criterio, apoyan nuestra propuesta de salvaguardar espacios de gran valor patrimonial como el Monte Hacho, pero apuestan por compensar esta pérdida de espacio para el crecimiento urbano permitiendo una mayor altura en los edificios de nueva construcción. Como comenta con gran acierto Salvador Rueda en el verd urbá: funcions, beneficis, interconnexió i escalas, “hay determina confusión, ciertamente interesada, que propone la compactación urbana sin límites, como si la compacidad fuera consustancialmente buena en sí misma… El problema es determinar hasta donde es razonable compactar y porqué. De la discusión ha de aparecer, obligatoriamente, la necesidad del verde y los corredores urbanos”. Y aquí queríamos llegar nosotros.
El irreflexivo y casi unánime convencimiento de la necesidad del continuo crecimiento urbano tiene graves consecuencias ambientales, económicas y humanas, en términos de calidad de vida y salud. Estamos tan acostumbrados a la imagen de nuestra ciudad que apenas echamos en falta un elemento tan importante para cualquier ciudad como son los espacios verdes. Ceuta, vista desde el aire o desde el mar, ofrece una imagen de ciudad abigarrada, compacta, densificada desde el punto de vista urbano. Apenas si se atisba un espacio verde entre tanto cemento y hormigón. Sorprende cómo el suelo puede sostener el peso de tantos edificios pegados unos a otros. Entre tanto cemento se distinguen las distintas olas históricas urbanas que cada vez han ido salpicando a mayor altura el cielo ceutí. De los edificios de dos o tres plantas de principios del siglo XX hemos pasado a los inmuebles con ático y sobreático de la actualidad. Todo por el bien de la economía y de la especulación urbanística. Este aumento en la edificabilidad ha agravado el problema del hacinamiento humano en la ciudad y se ha llevado por delante buena parte de nuestro patrimonio arquitectónico y arqueológico.
Desde la asociación Septem Nostra-Ecologistas en Acción de Ceuta nos reiteramos en la idea, -ya expresada en nuestro documento de alegaciones al avance del nuevo PGOU-, de que el objetivo básico de la planificación urbanística debe ser la tutela de cuanto queda de valor, calidad y recursos que la naturaleza y la historia otorgaron a nuestro territorio. Para ello se tienen que establecer alternativas de salvaguardia para que los restos más significativos del terreno queden sin edificar sine die, definiendo el valor de lo no construido en el ámbito urbano. El concepto fundamental que barajamos es que se puede proyectar el aumento de la calidad de vida del territorio sin recurrir a proyectos de expansión de las edificaciones existentes. Por tanto, dediquemos nuestros esfuerzos a la estructura y a los servicios que mejoran la calidad de vida, como el incremento de las zonas verdes. Deseamos una ciudad orientada al bien común, y no al interés de unos pocos que se imaginan jugando al golf en el arroyo de Calamocarro o disfrutando de un chalet de lujo en el Monte Hacho; una ciudad dedicada al fomento de la cultura y el arte; una ciudad, en definitiva, donde la bondad, la verdad y la belleza se reconcilien y avancen juntas hacia la consecución de una vida buena para todos en armonía con la naturaleza y el cosmos.