Cuando rompía la primavera, allá por marzo o abril según el año, llegaba la Semana Santa… Cuando los azahares de los naranjos amargos de las puertas del Ayuntamiento, abrían sus pétalos blancos e inundaban con su fragancia todo el entorno de la Plaza de África, entonces es que llegaba la Semana Santa…
Cuando los cielos, sin avisarnos, ora se anunciaba en un aguacero, ora se vestía de azul, para más tarde volver a dejarse sentir, entonces es que llegaba la Semana Santa…
Pero antes de los días de la Pasión, los curas llegaban a los colegios y realizaban con nosotros una “semana de ejercicios espirituales”. Día a día nos enseñaban los misterios de los Evangelios, y nosotros, bien adoctrinados en la fe católica, escuchábamos sus enseñanzas con la atención y el temor que correspondía a la época. Pero el sábado por la mañana, después de dar varias vueltas al patio cantando el Dios te salve María, confesábamos nuestros pecados, y nos marchábamos para casa limpios y puros con el alma más reluciente que una patena… ¡Ah!, aquella semana de ejercicios espirituales, ya no volverán más; ahora se ha puesto más caro la absolución de nuestras deudas… Bastaba una semana, y ya podías sentir a, Jesús, como un amigo cercano dentro de tu corazón. Aquella semana, prometía convertirme, lleno de devoción y arrepentimiento por mis pecados –que pecados podría tener un niño de siete u ocho años– en un Santo; pero era flor de un día, al poco volvía a las andadas, como si los azahares de los naranjos amargos del Ayuntamiento me hicieran olvidar, con su olor infinito, mis promesas ofrecidas en la comunión del Domingo de Ramos.
Cera, incienso y azahares… banda de cornetas y tambores, saeta al cielo, hasta golpear en las heridas del Crucificado y en la amargura de su Madre, que va tras Él, sin consuelo…Desde el Príncipe, baja el Medinaceli, al Cuartel de Automovilismo, desde el Príncipe vengo con mi Yaya, con una vela encendida, rezando lo que ella reza.... Desde la Iglesia de África, bajando desde la Brecha viene el Nazareno arrastrando la cruz; su Madre, desde la calle de la Muralla, le da el Encuentro en el Puente Almina, silencio, recogimiento…el Nazareno se levanta, hacia el cielo, a golpe de brazo, a golpe de sentimiento, la gente llora, la gente aplaude –¡emoción!– hasta romperse las manos. Los niños, sin habla, turbados, en silencio, pensamos: Jesús, si me dejaran, si yo pudiera, te ayudaría con la cruz, “pa” que no sufrieras…¡Al cielo con Él!, el Nazareno, sigue adelante, calle Real arriba; la Legión, costaleros de su Dios, lo lleva hombro con hombro…; la Legión lo mece, lo levanta, a golpe de brazo, a golpe de sentimiento… Su Madre, se va tras Él, con amargura, sin consuelo… La Legión lo mece, lo levanta…
En aquellos días, desde que el señor expiraba en la Cruz, el sentimiento de lo religioso, de lo trascendente nos tocaba de alguna manera. La ciudad paralizaba su ritmo, y la música, los cines y los lugares de diversión se adormecían durante unos días.
Desde las iglesias, las cofradías, sacaban a sus pasos año tras año, calle por calle, y esquina tras esquina, con la devoción y la fe que da el saberse protegido por el sentimiento de lo sagrado. El pueblo respondía, agolpándose a lo largo de la carrera para ver pasar un momento al Cristo o la Virgen, deseados y deseantes de su fervor. Algunos, prolongaban aún más esta atadura, y conscientes de ello, se arremolinaban en la recogida de la procesión, para, santiguándose al paso de la imagen, verla entrar por última vez entre los aplausos y la emoción de los conmovidos presentes.
El Viernes Santo, por fin, se cumple mi ilusión, como la de tantos niños en estos días. A la entrada del parque de Artillería, la procesión del ‘Descendimiento’ está a punto de iniciar su recorrido oficial; vamos vestidos los penitentes con capirote y capa del color del cielo, túnica y guantes del color de la pureza. El Señor, ya muerto, lo descienden de la Cruz a los brazos de su Madre. Ya he salido en una procesión, como Juan Antonio, que sale, en el Medinaceli; como mi primo Pepito y mi hermano, que salen en el Santo Entierro; ya soy como ellos, lo que soñaba ser: ¡un penitente! Y el sábado, el Santo Entierro, el último de los pasos, el Cristo yaciente ¡Qué dolor! ¡No quiero verlo!, pero sin embargo es verdad ¡El Señor esta bien muerto! Pero ya sólo faltan unas horas… a la madrugada del domingo, al tercer día, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios encarnado, ha resucitado a la vida y ha vencido a la muerte. ¡Oh, Jesús, no nos dejes más en las tinieblas de nuestra soledad! ¡Oh, Jesús, te lo pedimos desde la desesperación, no nos dejes más, por caridad! ¡No, no, por compasión, no nos dejes más…!
Es Domingo de Resurrección, ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!... los niños del patio, sin saberse por qué, como obedeciendo una orden que nadie ha dado, hemos ido recogiendo latas, las hemos atado a unos cordeles, y como poseídos por una alegría sobrenatural, vamos arrastrándolas por todo el callejón del Asilo, hasta llegar al Ayuntamiento y a la Plaza de África. Alguien, al oír toda aquella algarabía de risas, gritos y el retumbe de las latas contra los adoquines, exclama: ¡Ha resucitado Cristo! ¡Dios, ha resucitado!...