He conocido, a lo largo de mi vida, muchas personas llenas de dignidad porque sabían comportarse con decoro en sus actuaciones, tanto en las pequeñas cosas, las corrientes de la vida, como en aquellas otras que significaban cuestiones importantes para algunas de las organizaciones de la sociedad. Personas, algunas, de ínfimos medios económicos o que vivían de la caridad pública y otras que no tenían problemas económicos pero que, sin embargo, eran responsables del buen funcionamiento de organismos sometidos a muchas presiones de diversa índole. Muchos escalones de diferencia social entre unas y otras personas, pero todas dotadas de un espíritu especial que las hacían comportarse de una manera envidiable, máxime teniendo en cuenta que había otros muchos casos de carácter completamente opuesto a lo anterior.
Personas de calidad humana en la que abundaba la fortaleza hermanada con la humildad; personas en las que no había asomo alguno de odio y tampoco de superioridad. Eran, antes que nada, personas, seres humanos como uno mismo, uno cualquiera que se acercara a esas personas para hablar de los problemas de la vida, de esos problemas que en su sencillez son, a su vez, de una profundidad tremenda, la profundidad del alma humana a la que sólo se puede llegar por el camino de la humildad. Camino, éste, que hay que saber encontrar pues es fácil equivocarse si no se pone la máxima atención para su descubrimiento, la máxima atención en servir en lugar de pretender ser servidos, cosa a la que, desgraciadamente, somos bastante dados. ¿Por qué esa afán de falsa superioridad?
Nos olvidamos, con bastante frecuencia, del extraordinario valor que tiene una palabra de amor verdadero, de ese amor que hace que nuestra mente y voluntad se centren en ese detalle que es urgente atender. Se pueden tener muchas obligaciones, importantes algunas de ellas, pero cuando llega el momento de hablar con alguien que sufre, nuestra alma debe ser capaz de acudir en ayuda plena a esa persona que está angustiada y hay que saber descubrir, con delicadeza, la causa de esa aflicción para proporcionar el remedio adecuado. Esto es lo que hace al ser humano digno de serlo; la entrega a los demás por amor y sin fanfarronería, sino con verdadera humildad y entrega hacia quienes sufren, de alguna forma o por alguna razón, que las hay de muy diversa entidad y cualidad.
Hay ocasiones en las que unas palabras desafortunadas, en el fondo o en la forma de decirlas, te causan verdadero daño además de sorpresa. ¿Cómo pudo darse situación tan desafortunada en cualquier actividad de las relaciones humanas? Generalmente las personas debemos atender bastantes cosas a la vez y ello nos agobia hasta tal punto de que se olvidan los más elementales principios de educación y, muy especialmente de esa apertura a las necesidades de los demás en lugar de las propias. Es el buen trato en todo momento, la consideración a los demás en cualquier circunstancia que enaltece tanto al que dedica su tiempo a resolver la necesidad que otro pueda tener. ¡Cuanta dignidad hay en esa forma de comportarse, en esa delicadeza de trato que todos necesitamos!
El ser humano vive en sociedad; es parte de ella y le proporciona vida que quiere que goce de la máxima dignidad posible. Es algo a conquistar en la actividad de cada día. Hay hambre de dignidad en la sociedad y procurar saciarla depende de cada persona, de la actitud personal de todos y cada uno de los que convivimos las mismas exigencias de esa misma sociedad a la que damos vida con nuestra forma de ser y de actuar. Merece la pena ayudar a saciar esa hambre de dignidad.