Aunque no lo parezca, la imagen es la del paso fronterizo del Tarajal. Como tal, así se erigió tras la independencia de Marruecos cuando desapareció la aduana de Castillejos, manteniéndose prácticamente intacta durante tres décadas. Nos quejamos del aspecto tercermundista del actual, pero la verdad sea dicha, históricamente, nunca fue la propia un país europeo.
Por espacio de trece años viví a su vera. Se dio el caso de que, durante algo más de un lustro, para ir o regresar de la ciudad, los vecinos precisábamos atravesar ese paso, lo que nos permitió a algunos establecer unas cordiales relaciones con los agentes allí destinados. Cuántas madrugadas de domingos, mi amigo Eusebio y yo bajábamos a departir con ellos sobre aficiones comunes o bien para comentarles y mostrarles nuestras pesquerías en la playa, a la que, por cierto, se accedía libremente a través de la propia aduana.
Durante muchísimos años la estructura metálica que ven en la foto permaneció inalterable, a cielo descubierto, al tiempo que la muralla de la derecha, llamada a proteger a los agentes de los rigores del viento y la humedad de la playa, permanecía con sus oquedades abiertas. En esas condiciones y a pie de asfalto, la reducidísima plantilla de policías y guardias civiles debía de realizar sus controles en condiciones muy adversas. No digamos a la hora de frenar la entrada de indocumentados, camuflados de las más diversas formas, infiltrándose a pie por una playa sin una mínima valla o muro que sirviese de freno, o también escalando por la caseta del transformador de nuestras viviendas.
De esto último alertamos, sin fortuna, al subdelegado del Gobierno de la época, hasta que un día surgió la tragedia. Un indocumentado resbaló, falleciendo en el acto tras recibir un fuerte golpe en la cabeza en su caída. Entonces, de inmediato, se reparó el sencillo vallado, si bien a los pocos días ya tenía un hueco a través del cual poder seguir entrando sin que yo recuerde se reparase.
Por entonces no existían problemas con el paso del Biutz. Transcurridas esperas más o menos largas, de inmediato, se desplegaba por las laderas de la montaña todo un aluvión de porteadores. Una imagen que se me antojaba cuasi bíblica desde la perspectiva de la distancia. Y en la dirección contraria, el contingente de marroquíes a quienes, a primera hora del día, graciablemente se les permitía el paso con sus borriquillos cargados de productos para vender en la ciudad. Cuántos despertares recuerdo al son del suave y dulce trote de aquellas caravanas de jumentos.
Excepto en los días punta de la llegada de Europa de inmigrantes magrebíes, cuya cola de vehículos llegó, en alguna que otra ocasión, hasta la Plaza de África, aquella era una frontera apacible. Muy lejos de la actual con su tránsito de esas 25.000 personas diarias. El pasaporte para los marroquíes era un bien escaso y preciado, por lo que la mayoría se las tenía que ingeniar para hacerse con un pase de comprador o bien tratar de burlar aquella frontera tan excesivamente permeable. No hablo ya del monte, del que hasta llegaron a desaparecer en muchos puntos las alambradas, sino por el propio paso oficial, aprovechando su vulnerabilidad como comentábamos. Cuántos asentamientos de marroquíes se habrían evitado a través de los años de haber dispuesto de una frontera en condiciones y sin tanta tolerancia y abandono.
El de la fotografía, que recordamos hoy, era un paso pacífico, sin las aglomeraciones o las situaciones de violencia que en ocasiones protagonizan en él determinados individuos y, menos aún, sin el problema de las actuales fuertes corrientes migratorias de África.
Desbordado por el tránsito de personas y vehículos, con sus infraestructuras inadecuadas, la triste imagen de sus túneles enrejados, los tapones y los conflictos del paso del Biutz, el Tarajal es lo menos parecido a una frontera europea. Poco hemos avanzado. Y mientras tanto, del lado marroquí, Bab Sebta en plena transformación hacia la modernidad. Así, ¿hasta cuándo?