Un compañero de mili me interrogó un día, sorprendido, sobre por qué el recorrido de la línea de autobuses que conectaba con la barriada Juan Carlos I incluía una parada en las Puertas del Campo. Le extrañaba sobremanera que los usuarios esperaran allí, pacientemente sentados, cuando el centro, el punto final del trayecto, se encontraba a unos escasos cinco minutos a pie. El cabo Planes, valenciano él, no comprendía cómo había quien pagaba religiosamente el precio de un billete por el que quizás fuera uno de los recorridos más exiguos en unos cuantos cientos de kilómetros a la redonda. La distancias en las urbes de pequeño tamaño son así de relativas.
Mi cerebro recuperó aquella pregunta de finales de los 90 la semana pasada, cuando leí que un grupo de alumnos de la Escuela Oficial de Idiomas ha iniciado una campaña de recogida de firmas como medida de presión ante el más que probable traslado desde su ubicación actual, en el Instituto Camoens, hasta el edificio que en la actualidad ocupa la UNED, en el Morro. El documento, de apenas dos o tres líneas, incide en el desacuerdo con el nuevo emplazamiento y advierte de que las autoridades educativas encontrarán la oposición de buena parte de los usuarios ante cualquier propuesta que sitúe las nuevas aulas “fuera del centro de Ceuta”. Centro versus periferia, la historia de nunca acabar.
Las ciudades que florecieron en la Edad Media conservan siglos después sus antiguos límites en la memoria colectiva. Sevilla, como otras tantas urbes milenarias, sigue distinguiendo entre intramuros y extramuros, entre el área que se resguardaba del exterior a base de lienzos de sillares y la que con el paso del tiempo fue creciendo hasta el exterior. Y el sevillano rancio, una especie particular que por desgracia ha exportado su particular visión del universo, conoce muy bien dónde está el límite, mucho más psicológico que geográfico. “Jamás bebería yo agua que saliera de un grifo de extramuros”, me dedicó un conocido periodista hispalense ya jubilado cuando descubrió que había incurrido en el pecado de comprarme un apartamento en Sevilla Este, el barrio-dormitorio que creció en la década de los 90 circundando el Palacio de Congresos y al calor de la explosión de la Expo. Un colaborador de Diario de Sevilla, autor de coleccionables cofrades, deslizó otro día que llevaba muchos años sin salir no ya de Sevilla, sino ¡del centro de Sevilla! porque todo lo que necesitaba “en esta vida” se erigía dentro de la antigua muralla almohade, de la que sólo sobrevive un fragmento a la altura de la La Macarena. El buen hombre, profesor de la Universidad de Sevilla, presumía sin tapujos de su boina calada hasta las cejas.
El centro, intramuros, ha sido tradicionalmente un escaparate. Aquí y en Pekín. Un político local escribía hace unas semanas en este mismo recuadro que podemos caer en el error de convertir el centro de Ceuta en un cuidado jardín –él lo llamó “una especie de Disneylandia” o “parque temático”– a costa de descuidar la periferia, el extramuros que en este caso arrancaría más allá de los antiguos límites de la ciudad: el Puente del Cristo, las Puertas del Campo... Quizás por eso, por esa visión ombliguista que reclama para el centro de las ciudades todos y cada uno de los parabienes urbanísticos, los alumnos de la Escuela Oficial de Idiomas hayan interpretado como una especie de sinrazón que uno de sus equipamientos se traslade un par de kilómetros ciudad arriba. No se quejan de que las nuevas instalaciones sean más o menos antiguas, que estén mejor o peor dotadas o que la biblioteca tenga o no goteras, sino de que salgan del epicentro de la ciudad, el punto que el ideario colectivo considera el único digno para absorberlas.
No he tenido la suerte (o la desgracia) de vivir jamás en el centro de una ciudad. Nací en la Playa Benítez y me crié en Príncipe Felipe. En Sevilla habité en el extrarradio (“en Córdoba Sur”, se mofaban mis amigos) y mi último destino, antes de regresar a Ceuta, me llevó a un pueblo a 25 kilómetros de la capital. Desconozco si quienes están empadronados en las grandes avenidas levantan más la barbilla al caminar porque se sienten tocados por un halo superior al de los habitantes de la periferia. El Morro, y la UNED, también son Ceuta, no extramuros. Y a ninguno de sus alumnos debiera provocarles alergia pisar ese trocito de ciudad que se levanta más allá de las Murallas Reales.