La vida, cuando te haces mayor, deja de ser un misterio y se convierte en pesadez, que se recoge en las nalgas, en los párpados y sobre todo en los recuerdos. La muerte de Landa es aviso para navegantes que escudriñamos la mirada y se nos hace todo un puente por el que cruzar las pausas o ahogarnos en marcha. Los otros, se nos vuelven cercanos y los vemos, no físicamente, sino en la añoranza, en lo cotidiano de cada día. Se han ido muchos a otros países y los hemos perdido, contacto frecuente de trenes y andenes, llenos de gente, que dormitaban en los vagones, porque iban o venían de trabajar.Hemos perdido esa natalidad rebosante de colegios públicos, con niños coloridos de todas etnias, pululando porque sus padres iban o venían a recogerlos, después o antes, de irse a trabajar.
Hemos cambiado, porque somos humanos y nuestro paso en la Tierra se hace sal y transformamos lo que tocamos y lo que tomamos, nos transforma a nosotros, algunas veces en hiel.
Landa ha muerto como murió Saramago, quitándonos risa, pensamientos positivos que lo mismo gravitan aún por ahí, en sus libros o en sus películas, en lo que fueron o en los ojos de aquéllos que los amaron, como lo mejor que había sobre la faz del planeta. Lo mismo eso es lo único que nos salva, lo que dejamos en el camino, los pasos que dio Ulises o los besos que selló en la boca de Circe, aliada de caminos intransitables, mujer al fin y reina de hechicerías, como lo somos todas. Es el camino, prodigio de aventuras, lo fue en Landa, vocación quizás no inicial pero sí segura. Lo fue en Saramago, mago en verdad de las palabras que se clavan en el alma, en la ceguera ensayada de aquel “chupa, puta”, que expresa la incomprensión, la soberbia, la robustez de lo absurdo y que el arte de escribir es acuchillar al lector para que sea tuyo, por completo.
Cuando alguien se va deja un hueco de muela extraída, de boca sangrada, de dentista famélico que se da la vuelta y de desamparo y tristeza. No hay un movimiento cósmico que detecte que uno de los nuestros, por mucho que sea rey o reina , ha finalizado su ciclo, no hay conejos que se lleve la luna, sólo hay vida y muerte sobre la tierra, pero en algunos casos, los jodidos monos trepadores que bajaron de las ramas, para ponerse de pie y enderezar su rumbo, marcan huella, levantan pirámides y miran al cielo de tú a tú, e intentan conquistar, ¡vaya palabra hostil, donde las haya!, otros mudos infinitos. Lo mismo en vez de sondas espaciales, con mensajes alentadores de… “¿dónde estáis estrellitas picudas?”, podríamos mandar versículos escogidos de Saramago o las risas enlatadas de las películas de Landa o sus ojos negros estremecidos por la interpretación, que es arte de mentir, para hacer sentir a los que sólo padecen la espera, el cruce de los puentes y el ahogamiento de voluntades.
La vida, cuando te haces mayor, es cien veces más perdida, que nacimiento, más añoranzas, que mirar a lo lejos, a no ser que te rehagas por dentro, que te muerdas el aliento y devores las carencias.
Porque las carencias te traen vagos recuerdos de voces que ya no están, de pensamientos que vienen de muy lejos, de épocas en color radiante, en el cinemascope de pantallas de sábanas blancas, de veranos salados, en bocas que besaste, en brazos que se te fundieron y risas frescas como el agua de la fuente, como la ventolera que arrasaba con todo y la marejada que impulsaba la resaca. Entonces, los otros se hacen presentes y lejos de salarte la cara, te congelan la risa, te la plagian en la boca, te la regalan, porque siempre han sido y mientras tú seas, ellos también serán, acompasados a tu alma.