Regreso de Marruecos y lo hago por el paso del Tarajal, a pie. No traigo equipaje. Vengo de un Tánger lluvioso y frío, que también padece la crisis española, “aunque -me dicen- aquí son tantos y tantos los años que llevamos con la nuestra, que la soportamos mejor que ustedes”. Pocos, muy pocos turistas deambulan por el Zoco Grande o por el bulevard; por lo general, gente del inserso americano, con economías que les permiten la aventura de conocer África. El gigantesco crucero que los ha traído ocupa unos muelles viejos y de difícil acceso. Es fácil comprobarlo cuando decidimos utilizar los ferrys del Estrecho. En las calles hay intercambio de miradas, rencorosas en los nativos e inquietantes en los forasteros. El mirar del tangerino fue siempre enigmático. A Bowles no le gustaba, le tenía pavor.
Pues bien, de ese Tánger, más inventado que cierto (lo ha escrito Choukri), llego al Tarajal, cuando un joven indígena, de los muchos que pululan con las hojillas aduaneras, me ofrece una que no necesito, (casi me la hace comer) y que, amablemente, la rechazo, argumentándole no precisarla, ni tampoco el carrito para el traslado de maletas. La respuesta del mozo, pronto transformado en energúmeno, no se hace esperar y en un español, tal vez aprendido en uno de nuestros colegios fronterizos, me escupe física y verbalmente: “Cabrón, colonialista de mierda”. Al segundo, cuatro o cinco corean al desgañitado corifeo. Acelero la marcha, pero los “jatas putienmas” me alcanzan, alternados con “vete a tu pueblo y no vuelvas a Marruecos, hijo de puta”.
¿Y todo estos improperios por un papel y una carretilla que no me hubieran servido de nada? En estas cábalas estoy, teniendo delante dos magníficos escritos aparecidos hace días: los de Carlos Rontomé y Nasama Ali Ahmed, ambos relacionados con un lamentable incidente, protagonizado por alguien que, por lo visto, hace del victimismo su particular arma arrojadiza, permitiéndose amedrentar e insultar con razones que no se sostienen más que en cerebros, mejor molleras, poco desarrollados.
¿Habrá algo de común entre el muchacho de la frontera y el p residente de la UCIDCE? Si así fuese, ¿qué les obliga ambos a despotricar de igual manera?, ¿qué es lo que, de un tiempo a esta parte, les hace a gente como ellos, ser tan desafiantes, dejándose llevar por los mismos impulsos de violencia verbal?
Cuando poco a poco parecen cristalizarse líneas de convergencia, polos de aprendizaje y de intereses mutuos, donde, al fin, las preocupaciones priorizan más a los hombres que a los dioses, ¿qué es lo que ha hecho penetrar en algunos esa soberbia y esa beligerancia, como normas de conducta deplorables?
Sin atreverme a fijar que una determinada secta sea la que aviva el fuego, haciendo retroceder la cacareada convivencia, crear inestabilidades (no entro en los sucesos recientes del viernes santo melillense) mediante la manipulación de lo coránico, es darle cancha a los que, como advierte Nasama Ali Ahmed, sólo pretenden la mejor pesca en aguas revueltas. De ahí que no me queda más que abogar porque se haga posible el viejo aforismo de Heráclito, un tanto olvidado : “para este caminar por dunas peligrosas, mejor ir juntos”.