Bien sabemos que un paisaje es un medio físico que nos dibuja unos acantilados que se precipitan al mar; o unos pinos que remueven sus ramas a la llegada de la brisa del Poniente; tal vez, la silueta granítica de una sierra -la Mujer Muerta- a contra luz de la caída de la tarde en el crepúsculo rojo del Estrecho; o quizás el rayo de plata que desde la linterna del faro de Punta Almina, no cesa y avisa a los buques del peligro de los bajos de los hileros de Santa Catalina…
Sin embargo, también podemos señalar que existen otros paisajes que bien podemos llamar humanos, que al igual que el paisaje físico, también nos graba en nuestra memoria un aspecto, una característica, una condición determinada, que tal vez pudiera quedar como aquellos, destacados en la geografía humana de nuestra ciudad…
Y al hilo de esta introducción, bien podemos decir que Alejo Lladó Luengo es un paisaje vivo que pasea nuestras calles y plazas. Que siente el sol de invierno sentado en un banco de algún recóndito jardín; o toma algún café en alguna tertulia de algún concurrido bulevar; o bien vuelve a su antiguo barrio y mira desde el “Recinto” aquellas playas transparentes y turquesas de Fuente Caballo y la Peña donde aún perdura su niñez. O bien, hace todas esas cosas, acompañado de su pequeño gran amor. Paseantes, cogidos de la mano, transido de la cercanía de su hija María Jesús, que es, en definitiva, lo que le acerca en lo espiritual a los sentimientos de compasión y ternura; o dicho de otro modo, lo que le acerca, casi sin proponérselo, tal vez sin apenas darse cuenta, a la mirada atenta, inabarcable, de Dios…
Alejo transcurrió toda su vida laboral en el Banco Hispano Americano; y al modo de aquel dicho popular: “De botones llegó a Director”, ingreso de muchacho, repartiendo a los clientes las “ordenes de pago” del Banco, y fue ascendiendo en la jerarquía administrativa hasta un puesto relevante desde la humildad de sus inicios… Más de cuarenta años traspaso diariamente las puertas de esta entidad bancaria, y ahora a sus 77 años se entretiene en su jubilación, entretejiendo en su memoria los mejores recuerdos que se le allegan de nuestra ciudad…
Alejo vivió en la calle Santander, allá en el principio donde comienza la cuesta del Recinto Sur, lugar privilegiado donde sus ojos se acostumbraron a la extensión azul, diáfana, que alcanza hasta la costa difuminada de cabo Negro, en una media luna litoral donde se recorta la belleza exultante de la Bahía Sur…
Día a día, nuestro amigo Lladó, nos muestra -en estas nuevas tecnologías- las antiguas fotografías de la “Glorieta” y del Pasaje Fernández1, o Patio Pascual. En alguna ocasión le he apuntado que las fotos que él expone en su muro, son iconos de aquella Ceuta única de los años cincuenta del siglo pasado; como aquella, donde se dejó retratar con su novia de entonces, luego su mujer; y que como telón de fondo nos dejó retratado el Pasaje Fernández de los años cincuenta del siglo pasado. Yo tenía sólo ocho años en el cincuenta y nueve, cuando se tomó esa foto; y siempre que veo alguna fotografía de estás, siento un sentimiento de dolor producido por los políticos de Ceuta que, en su profunda ignorancia e iniquidad, no han sabido conservar el rico patrimonio de nuestra ciudad. Porque Ceuta, como tú nos haces ver con tus antiguas fotografías, ha dejado de ser una ciudad nuestra para ser una urbe impersonal y extraña, que ya apenas se asemeja a aquella bonita ciudad dormida al pie de la Mujer Muerta y la cinta azul del Estrecho.
Y puedo decirte que me allegan tanto estos recuerdos, que he decidido escribir acerca de tus recuerdos personales para que queden en la memoria de los hombres y en el acervo cultural de nuestro pueblo: la calle Santander en la cuesta del “Recinto”, la modificada Glorieta y el desaparecido Pasaje Fernández, o como bien dices, Patio Pascual; el Pasaje y la playa de Fuente Caballo y la Peña, que han quedado en tus recuerdos, tus recuerdos de siempre…
El Pasaje Fernández o Patio Pascual, era un conglomerado de callecitas empedradas y casas de planta baja e íntimos patios, entre el Recinto, las calles Velarde e Ingenieros y la Glorieta. Tal vez, el último pasaje de patios de Ceuta, con un valor etnográfico y arquitectónico incalculable y fuera de toda duda. No por su monumentalidad, que en todo caso no la poseía, y no la discutimos; sin embargo, tenía el valor significativo de ser testigo de cargo de cómo se conformaba el paisaje urbano de aquella Ceuta que, desde el principio del siglo XX, tuvo un florecimiento y una expansión demográfica, debido a ser un nudo de enlace con el Protectorado de Marruecos; y a la construcción del Puerto y el ferrocarril de Tetuán, amen de la afluencia de barcas y pescadores allende El Estrecho, como alicantinos y andaluces; y así también, al auge de empresas autóctonas como las conserveras o las de embotellado de gaseosas y refrescos y cervezas de las casas”Weil” y “La Estrella de África S.A.”.
Y por esta razón, muchos nos preguntamos: “¿Si, en vez de derruirlo y construir un macizo bloque de pisos impersonales que nada nos dicen de la intrahistoria de nuestra metrópoli; no hubiese sido mejor tomar la alternativa de conservarlo y mostrar a las nuevas generaciones venideras la belleza de su quietud y la ejemplarizante convivencia que, día tras día y puerta con puerta, mantenían sus vecinos?”, que, a nuestro parecer, hubiese sido la mejor opción
Bien es verdad que no somos objetivos, porque nos puede el corazón. Sin embargo, a nuestro favor, y en nuestra pretensión de acogernos también a la fuerza de la razón, podemos interpelarnos y preguntar a nuestras Autoridades: “¿Qué patrimonio cultural podemos exhibir y a la postre hemos dejado a los ciudadanos que conviven en esta capital de las siete colinas, si ya apenas resta nada que enseñar que alcance los últimos cincuenta años de antigüedad?
Todo ha quedado renovado con afeites y adornos que no le son propios. Todo el paisaje ha quedado impresionado como un dibujo borroso, impreciso, de un artista sin alma. Nada reconocemos y todo el paisaje ha quedado roto en la vaguedad de la ausencia de las cosas que hemos amado…
El Pasaje Fernández era Ceuta en su esencia misma…Y el Sagrado Corazón de Jesús que adornaba el cantón de una de sus esquinas que bendijo el padre don Bernabé Perpén. Y era también Ceuta, sus callecitas, sus patios, y sus casas enjalbegadas de cal blanca cómo la espuma que la marea atrae hasta las peñas de la playa que aún nos circunda y nos baña…
Y si el Patio Pascual era un “icono”; la Glorieta no lo era menos con su recordados azulejos con los escudos heráldicos de las provincias españolas desparramados a lo largo y ancho de toda la plaza. Esos azulejos tenían algo de mágico que traspasaban lo mero artesanal. Esos azulejos eran algo más…Eran para mí la belleza de lo lejano, de lo recóndito, y de lo que no puede alcanzarse y se encuentra más allá de los limites geográficos… Cómo unas acuarelas de agua en el qué sus dibujos me golpearan en las mañanas de los domingos, camino del Cine África en sus matinées para la chiquillería que alborozaba de alegría a sus puertas…
Ni que decir tiene que la Glorieta era el mejor escenario para toda clase de juegos de Alejo y los niños del lugar. Y, claro está -tal vez no cabe ni mencionarlo-, la Glorieta era la mejor cancha para golpear a aquellas pelotas de trapo que, apañada su redondez con apretadas cuerdas que la anudaban y la daban consistencia, pero que al cabo, después de mil golpes, los retales se descosían y aquí y allá terminaban esparcidos por doquier. Todos quisimos ser Zarra, Gainza, Zamora, Carmelo, Puskás, Di Stefano o Kubala…Y quizás lo fuimos, por qué no, si sólo bastaba con soñarlo…Y díganme si hay algo más verdadero que el sueño puro e inocente de un niño. Díganme…
En el estío, la playa de Fuente Caballo acaparaba todas las energías y el tiempo de los zagales. Desde la cuesta del recinto en la calle Santander, el paisaje se columbraba majestuoso y pintado de color añil. El cielo y el mar se abrazaban y rozaban sus labios como dos amantes que hubiesen unidos sus cuerpos eternamente. A lo lejos la punta de cabo Negro se esbozaba algo más cercana contra la silueta difuminada de otras sierras inalcanzables que -en nuestro empeño de copiar a Gabriel Miro en su forma exacta de describir el primigenio palpito de la naturaleza- en el humo neblina que se forma en el momento en el que sol llega a su cenit, los montes, transidos de colores cárdenos, luego de violetas, expiran exhaustos su contenida respiración. Más allá, en la mar, el azul lo inundaba todo y, la calima, al mediodía, tornaba blanquecina la línea curva del horizonte…
Las escaleras de la bajada de Fuente Caballo, se precipitaban hasta los guijarros próximos a la orilla; luego, a un pasó, la arena grisácea se dejaba acariciar, como una muchacha, por las pequeñas olas de la marea y por las algas que arrojaban las olas en el resbalaje. Y, finalmente, el chapuzón para alcanzar unas rocas y unos fondos que, dijéranse, por transparentes, que parecieran de cristal. Y si miráramos, cómo un calidoscopio de colores, de seguro que hallaríamos: doncellas, salmonetes, garopas, caboces, chopas, loritos, bodiones, y algunos sargos a rayas, cómo si se acabasen se levantar… Fuente Caballo, una pasión, verdaderamente, más que una playa. Un lugar para no despertar y dejarlo guardado en nuestros recuerdos por si fuese necesario dejar constancia que aún guardamos esta pasión. Y aún, al filo del verano, volver, cómo si fuese ayer… Más allá, como esperando nuestra presencia, se divisaban una a una las rocas, con sus nombres propios, de la playa de la Peña2: “La Marujita” es la grande de la derecha; a la izquierda “La Pirata”, y más a la izquierda la roca más alta y que da nombre a la playa: “La Peña”. Por encima de“La Marujita” se encuentra las rocas de “Los Enamorados”, y a la derecha“Los Trampolines” y frente a ellos la piedra de la “E”.
El Pasaje Fernández3 fue dado a la piqueta en el año 2005, con él se iba una buena parte de la forma y manera de vivir de aquel entorno entrañable y único de los patios de Ceuta. Alicia Urbano, en un reportaje del 30 de diciembre del mismo año en el diario “El Pueblo de Ceuta”, lo deja perfectamente anotado para aquellos estudiosos que en el presente siglo quieran y deseen aproximarse a este emblemático “Pasaje-Patio”.
Alejo, que pareciera que tuviera las llaves de estos recuerdos transidos de la más pura nostalgia, nos acerca a unas añejas fotografías, donde el párroco de la Iglesia de África, don Bernabé Perpén, celebra una misa con ocasión de la colocación de los azulejos del Sagrado corazón de Jesús. Y a renglón seguido nos acerca otras donde observamos la callecita principal de patio engalanado con cadeneta y guirnaldas de papel celebrando una verbena popular que con tanta profusión y costumbre se prodigaba en aquellos años. Y a decir verdad, en una se columbra una joven muchacha4 girando con gracia su abanico; en otra del año 59, se les ve juntos, prisioneros del amor…Y en la siguiente, un arco que cubre de lado a lado toda la calleja y, a modo de recordatorio religioso, anuncia a clérigos y gentiles: “A Cristo Rey”.
Y como una hojarasca del melancólico otoño, van cayendo como hojas, las fotografías de la calle Santander, de la calle Velarde e Ingenieros, de la Glorieta, de Fuente Caballos, y no sé cuantos retratos de muchachos que, enchaquetados a uso de aquellos años, va nombrando, ya ausente, ya aturdido por la nostalgia, nuestro paisano Alejo…
Un paisaje, un hombre, un tiempo… Sí; la historia se repite una vez más y, nosotros, nos vemos obligado, por no sé que extraña razón, a relatar algunas horas pretéritas de un hombre que ha dejado su impronta en un paisaje determinado, de una ciudad también determinada, que llamamos Ceuta.
¡Oh, Alejo, yo no quisiera ser el vocero de estas historias inflamadas -como dijera el franciscano descalzo, Juan de la Cruz-, de sentimientos y de soledades…; ni el qué se ve obligado a relatarlas! ¡No; definitivamente no!...Yo quisiera sólo ser como tú…Yo quisiera ser el que contase sólo mis horas transcurridas para que otros contasen lo que aconteció… Sí; efectivamente, yo quisiera ser sólo como tú…
Quizás no me creas, tal vez pienses que el gusto por escribir, por hacer literatura, como dijera Mario Vargas Llosa, nos libera y nos da alas para andar a cuesta con el sentimiento de las cosas que han de contarse y, sin embargo, he de decirte que si dedicamos tiempo a la literatura es por la necesidad de expresar la belleza que se haya y se desprende del alma de las cosas…Qué no es por dejar nuestro nombre, que ya en nuestra propia ausencia, tiempo ha que lo hemos olvidado; sino porque permanezca el vuestro en el alma de las cosas y en los corazones de los hombres que no tienen memoria. Pues has de saber que, sin vuestro concierto, sin vuestra memoria, qué sería de las calles, de las plazas, del aire que todo lo envuelve y al cabo lo pregona. Qué sería del postrero recuerdo de los hombres que, cómo la corriente constante de un río, no se dejasen con ella fluir y, al mismo tiempo, permanecer en la bajada de sus aguas hacia el mar…
¡Qué sería, Alejo5, en el crepúsculo violeta que acompaña a la tarde de Ceuta, sin el concurso de vosotros6! ¡Ausentes de un pregón, del rotulo de una calle, tal vez de una cita en las paginas infinitas de algún periódico, o quizás de alguna plegaria de los allegados en la última despedida…! Y, sin embargo, en este mar de oceánicas ausencias, qué sería de Ceuta, sin vosotros…