Mi exilio voluntario de los medios de comunicación me ha llevado a participar en las redes sociales. Es preciso buscar procedimientos alternativos. No tenemos por qué doblegarnos ante la férrea dictadura que ejerce el PP impunemente. Como paréntesis diré que es cierto que mantener “El Dardo de los Jueves” es incurrir en una contradicción. Asumible. Esta sección obedece a un compromiso que dura once años. Durante este tiempo he escrito con absoluta libertad más de 600 artículos y sólo me han censurado uno. Aunque no sea lo ideal, una vez sopesadas ventajas e inconvenientes, he decidido continuar. Vayamos al núcleo de la idea que quiero exponer. Hace diez días que estoy conectado al espacio cibernético (aún no me manejo muy bien). Me he quedado muy sorprendido. Existen un número de personas, nada desdeñable, con notables inquietudes sociales. Gente muy buena que se indigna con las injusticias, que apoya las buenas causas, que reivindica la solidaridad, que se preocupa por los demás. La pregunta surge con violencia. ¿Por qué todas estas personas no hacen valer públicamente sus ideas y opiniones? ¿Por qué se recluyen en espacios muy limitados rumiando frustración e impotencia a partes iguales?
He procurado contestar a estas preguntas, porque creo que en la respuesta está la clave para que Ceuta pueda salir de este abatimiento generalizado.
Existe un factor común a todo el país, incluso extensible a toda la civilización occidental. Las estructuras que servían para organizar y conducir el pensamiento colectivo, han quedado muy obsoletas. No hemos sabido cómo seguir el ritmo frenético impuesto por la tecnología. Aunque la esencia de la dinámica social no ha experimentado grandes variaciones, la percepción de la realidad, las convicciones y el modo de intervenir en la vida pública han sufrido una transformación radical. Es necesario repensar urgentemente los mecanismos de participación (partidos políticos, sindicatos, asociaciones y medios de comunicación).
Pero este problema se ve acentuado en Ceuta por una característica propia que debilita, cuando no impide, la capacidad de asociación de los ciudadanos. En nuestra Ciudad los sentimientos dominantes de unos respecto de otros son el recelo, el resentimiento, la desconfianza y la envidia. Nadie cree en nadie. Todo el mundo tiene la percepción de que cualquier interlocutor oculta un transfondo para aprovecharse de él. Nadie cree en la existencia de personas desinteresadas, altruistas o generosas. Todo es doblez. De esta manera es absolutamente imposible impulsar una causa común. La consecuencia inmediata de esta concepción torticera de las relaciones humanas es que las personas sólo participan en proyectos colectivos en la medida en la que puedan obtener algo de ellos, de manera directa, personal y, además, rápidamente. Todo se interpreta en clave egoísta.
Las asociaciones vecinales son denostadas por los vecinos. Los sindicatos son vituperados por los trabajadores. A los partidos políticos sólo se apuntan los que necesitan un trabajo. Cuando uno tiene una iniciativa todo el mundo se pregunta: ¿Qué querrá sacar éste? Y la inmensa mayoría se conforma con asumir que nada se puede hacer porque “todos son iguales”.
Mientras no superemos este trauma, y pensemos que en nuestra Ciudad también hay buena gente con la que merece la pena hacer cosas juntos, nuestros problemas no tendrán solución. Porque existe una ley que la historia ha convertido en inmutable: para los problemas sociales no existen soluciones individuales.
Tenemos que ponernos manos a la obra. Lo importante es convertir la corriente de opinión solidaria que fluye estéril por las redes sociales en un instrumento transformador de la sociedad, visible, poderoso y temible. De lo contrario los enemigos del ser humano seguirán viviendo cómodamente propiciando desahucios y suicidios.