Tal y como están las cosas en todos los planos, de una semana a otra, de un mes a otro o de un Gobierno a otro, el óxido social acabará pudriéndolo todo -si no lo ha hecho ya- provocando que la capacidad de reacción de quienes sienten la bota en el cuello sea ya prácticamente nula, o casi. Asistimos, cual convidados de piedra, a nuestra anunciada muerte por rescate, que parece retrasarse en función de los intereses electorales de Alemania… curiosa concepción de Unión la que tienen los que piensan y deciden por nosotros mientras que, aquí, casi nadie dice o hace nada, o incluso menos.
Pero al margen de la idea poética de una Europa unida (forjada con el final de la Segunda Guerra Mundial) que por ahora sólo beneficia a los que tienen mucho dinero, el concepto de “Rescate” podría entenderse como beneficioso si, de verdad, la maquinaria financiera que todos pagamos estuviese a nuestro servicio y no al de los de siempre.
Sin embargo, podría llegar a pensarse que el rescate no es otra cosa que un apoyo financiero del Banco Central Europeo (teóricamente el de todos los ciudadanos de la Unión… y sí, también el nuestro) hacia un país que tiene dificultades de pago… pues no.
El concepto del BCE es que los ríos de dinero se viertan hacia las entidades bancarias, pero que las consecuencias las paguemos los ciudadanos en forma de recortes y de recesión en una suerte de maldito bucle sin fin que no nos sacará del problema, sino todo lo contrario.
Para entendernos, la máxima autoridad monetaria de Europa se dedicará, si al final nos rescatan -previsible desenlace, y ojalá me equivoque- a ponernos unas obligaciones brutales -más aún- para que paguemos cuanto antes todo lo prestado, a un interés que no se me antoja bajo… Un dinero que, por otra parte, ya nos pertenece y que nos han cobrado mediante impuestos; en resumidas cuentas, pagaremos dos veces por unos euros que son nuestros.
Pero eso tampoco sería nada nuevo, ¿o es que nadie recuerda la inyección efectuada por el Banco Central Europeo a los bancos españoles, de ingentes cantidades de millones de euros al 1% que finalmente no se transformaron en nada que redundara en una salida de la crisis que ellos mismos habían provocado? ¿Se logró algo positivo para la economía española? ¿Se hizo circular ese dinero para impulsar el tejido productivo? ¿O es que, finalmente, sólo sirvió para intentar limpiar la basura acumulada de los bancos o prestárselo a los estados a un interés mayor, mientras las filas del paro se engordaban diariamente con miles de personas más? La evidencia es patente.
Evidentemente, también podría llegarse a la fatalista conclusión de que la culpa es nuestra, de los ciudadanos. Tras machacarnos con el mensaje del despilfarro, hemos terminado aceptando que, si hemos gastado demasiado dinero en fiestas, coches y viajes, ahora, debemos pagar las consecuencias.
El problema es que la tan traída y llevada “vida por encima de nuestras posibilidades” es tan falsa como el planteamiento de una política económica común en el viejo continente. Vivir por encima de nuestras posibilidades hubiese sido no tener listas de espera en el área médica, tener una ratio de 10 alumnos por aula o un transporte público que hiciese honor a su nombre; pero no, la historia no va por ahí. Con la ya más que comentada burbuja inmobiliaria, los bancos se lanzaron a vender y comprar un humo que, no sólo nos ha contaminado hasta las entrañas, sino que nos toca ahora pagar a pesar de unos supuestos mecanismos de control que debían de haberse ejercido desde todos los ámbitos, incluido -y quizás, sobre todo- el europeo. Al final, la idea de una Europa políticamente unida se ha quedado en una suerte de tren sin raíles por donde circular, con la particularidad de que tenemos que tirar de él los que aquí vivimos.
¿Y ante todo esto, qué? Pues nada de nada. Entre la casta política de cualquier pedigrí (que se salve el que pueda) y similares jerarquías, más ocupadas en salvaguardar sus privilegios que en el del interés general, la política del miedo y la apatía de un pueblo que ya se da por devorado, la miseria avanza Al Sur del Edén en una población que pasa hambre (pregúnteles a Cáritas o a Cruz Roja a ver qué opinan del tema) y que ve cómo el calendario nos catapulta 70 años atrás ¿Para cuándo entonces el gasógeno y las cartillas de racionamiento?
Sin embargo, y a pesar de que “aquí no se salva ni dios, lo asesinaron”, como decía Blas de Otero en “Me llamarán”, una especie de amorfo magma de conformismo, más que programado, lo sumerge todo en una suerte de martirio inútil para mayor facilidad de los que mandan. Los pocos que aún se atreven a alzar la voz son etiquetados de antisistema/neogolpistas, como si este sistema no se mereciese una oposición frontal en toda regla. Así, los Chicos de los Recados (y no sólo los políticos se están mereciendo ya este título de dudoso honor) están a lo que están, es decir, proteger a quienes de verdad les pagan y mantienen.
Precisamente por todo ello, algunos, corbata en cuello y cartera de cuero en mano, no se cortan en explicarnos, muy didácticos ellos, que todo esto es por nuestro bien.
Mi mañica preferida, poco sutil en las lides de “comprender y tragarse” los atropellos, me recordaba la anécdota de un maestro de música que, domingo a domingo, era preguntado por la partitura que debía tocarse con la consabida respuesta “lo mismo que la semana pasada, pero cargadillo de bombo, que hay gente nueva”. Como siempre, la de Pina lo clava.
Aquí, a pesar de la que está cayendo, todo parece resignación e interiorización del problema, como si esta macro estafa organizada hubiese sido diseñada por los ciudadanos de a pie, en contra del sentido común y la honradez de banqueros y políticos.
Ya ven, como tan magistralmente escribió el alemán antinazi Erich María Remarque, aquí estamos “Sin novedad en el frente”, quizás sencillamente porque, para usted, no existe tal “frente”. En todo caso, y como siempre, usted decide si hay trinchera y de qué lado está…